Desde hace algunos años padezco esa enfermedad que Geoff Dyer ha denominado como “sequía del lector”. Enfermedad que consiste en la paulatina desaparición de las facultades lectoras, que dificulta la posibilidad de entusiasmarse con un libro, de permanecer más de diez minutos frente a cualquier tipo de texto sin sentir una especie de hastío.
Aburrimiento y repetición.
Me cuestan trabajo los libros y los textos, no por la conservadora idea que cree que leemos menos, y nos concentramos también menos por los tiempos digitales y veloces que vivimos, sino porque creo que llega un momento, como en ese poema de Roberto Juarroz, donde uno se da cuenta de que para leer lo que quisiéramos leer tendríamos que escribirlo, pero sucede que no sabemos cómo escribirlo. Nadie sabe cómo escribirlo.
Los libros, esas máquinas simples que funcionan sin combustible, sin baterías, que mezclan conceptos con recuerdos, que producen futuro y pasado, en su sentido más elemental, diluyen, como escribió Guy Davenport, el exterior con el interior.
Ponen adentro lo que está afuera.
Los libros son ese punto de encuentro.
Pero a veces sucede que no podemos con el mundo y precisamente huimos de toda exterioridad. Llega un momento en la vida en que nos damos cuenta de que nunca encontraremos aquello que buscamos. No solo no encontramos aquello que quisiéramos leer, tampoco encontramos la música que quisiéramos escuchar ni la ropa que quisiéramos usar ni la comida que quisiéramos probar.
Tampoco vivimos aquello que quisiéramos vivir.
Existen, no obstante, los obesos mentales, acumulando fechas y libros de manera mórbida. En esa acumulación buscamos olvidar la ausencia fundamental, la falla original que nadie sabrá llenar, porque nuestra hambre no sólo será fisiológica, intelectual o monetaria.
Nuestra hambre siempre será de otro tipo.
El viaje, decía Shakespeare, termina cuando los amantes se encuentran, pero nos lo decía con lástima, casi con ternura, mintiéndonos, como los malos cuentos infantiles que nos relataban de pequeños, como ese “y vivieron felices por siempre”.
Nadie vive feliz por siempre.
Vivimos situados a la espera.
La espera, siguiendo la estela del pensamiento de Carlo Michelstaedter, es la gran enfermedad contemporánea .
La espera, no obstante, tiene un origen antiguo.
Michelstaedter lo rastreaba en la antigua Grecia.
Vivimos pensando en cómo utilizaremos el presente, en qué vendrá cuando este instante termine, en qué haremos mañana y luego pasado y en cuándo tendremos por fin aquello que deseamos. Posponemos la vida en torno a todo lo que no tenemos. Pensamos que la vida comenzará, ahora sí y de una vez, cuando la espera termine. A eso Michelstaedter lo denominó como la retórica de la vida.
Embargamos nuestro presente por la idea de un futuro que nunca llegará.
La retórica es el artificio que retrasa nuestra vida.
Siempre a la espera del momento correcto.
La persuasión en cambio, nos dice Michelstaedter, es aquel momento donde no pensamos en las proyecciones del ahora, es la “posesión presente de la propia vida”. Es cuando somos menos del futuro, menos del pasado y más del instante.
Estamos persuadidos cuando la experiencia se apropia de nosotros y no deja margen a las cuestiones pragmáticas.
Contra la idea de la voluntad, Michelstaedter nos recuerda que no somos nosotros quienes decidimos qué vivir.
Los dados están tirados y no queremos darnos cuenta.
Tampoco se trata de pensar en persuadidos y retóricos.
Jesús, piensa Michelstaedter, sería una figura central de la persuasión, pero también él deseaba que los latigazos, antes de la crucifixión, pasaran más rápido.
Esperamos, como decía una canción popular italiana recogida por Carlo, el momento donde ya no tendremos que esperar más.
Vivimos presos de la retórica de la vida.
Padecemos una enfermedad antigua.
Cada vez tenemos menos experiencias.
Experiencias en el sentido físico y emocional de la palabra, de vivir y construir situaciones que nos afecten íntima y socialmente.
Las experiencias han sido, en el mejor de los casos, delegadas a unos cuantos.
Las experiencias suceden como simulacros, como ideas de experiencias que la sociedad, el mercado, buscan codificar e interpretar y, sobre todo, que se nos venden como propias.
Y las compramos.
Consumimos esperando tener experiencias, pero solo conseguimos espuma.
Nada de lo que consumimos nos sacia.
Vivimos en una constante repetición.
Somos Bill Murray en el día de la marmota.
Somos un día que se repite infinitamente.
La creación es una de las pocas experiencias que todavía tenemos en la vida, es una forma de luchar contra la espera.
Crear más allá de pensar en qué vamos a obtener.
Crear como una experiencia física.
Sólo conozco el mundo cuando lo escribo, decía Joseph Roth en una carta.
Crear es dejar de ser un consumidor.
En su narración “El prodigioso miligramo”, Juan José Arreola habla de una comunidad de hormigas que vive dominada por el descubrimiento azaroso de un prodigioso miligramo.
En lugar de comida, una hormiga descubre un miligramo extraordinario.
No sabe qué hacer con él.
Podría llevarlo al hormiguero y tomar el mote de descubridora.
Podría huir con el miligramo e inventarse una vida sola.
Podría atesorar simplemente el recuerdo, regresar sin la pesada carga, volver ligera como fantasma.
Al final, decide llevarse el miligramo a casa.
Las hormigas quedan fascinadas con el miligramo.
La hormiga es encumbrada por su comunidad.
El prodigioso miligramo fue una desconcertante variación.
A partir de ese descubrimiento, la vida del hormiguero cambia radicalmente.
Las hormigas empiezan a hacer comisiones de búsqueda para encontrar miligramos prodigiosos. Empieza a haber dictaminadores de miligramos. Al mismo tiempo, las hormigas que no están en las comisiones de búsqueda o en las de dictaminación, también quieren encontrar miligramos así.
Pero nadie encuentra un miligramo igual.
La búsqueda exacerbada de miligramos se vuelve crónica y las hormigas dejan de buscar comida y materiales para el hormiguero.
El hormiguero que no encontró miligramo igual termina por colapsar.
Yo también encontré una vez un prodigioso miligramo.
Era un libro sobre la lluvia.
Mi primer libro.
Era un libro grande, delgado, de color violeta. Muy ligero. En la portada tenía una ilustración donde la gente se protegía de la lluvia: algunos con paraguas, otros debajo de las cornisas. Había un señor calvo con bigote que se protegía con su periódico, había también niños con impermeables. Se veían algunos perros metidos debajo de los coches, personas mirando desde su ventana, algún carro atravesando un charco.
Era un libro melancólico.
La lluvia siempre trae esa sensación de tonos grises, de personas que miran tras las ventanas, de perros metidos bajo los coches.
El libro sobre la lluvia era un libro sin autor. Pertenecía a una colección de libros temáticos. En la contraportada del libro venían los otros títulos de la colección. La serie no incluía más de diez.
Mi hermano tenía uno de color verde que era sobre el juego.
Yo veía esos otros libros como a través de un cristal. Imaginaba que cada uno tenía su dueño exacto. Así como yo con mi libro melancólico y mi hermano con su libro lleno de movimiento.
Mi libro tenía pequeños cuentos y actividades todas relacionadas con la lluvia. Estaba la historia de un niño y su perro que no quería bañarse. Cuando el niño por fin lo bañaba comenzaba a llover. Entonces el perro salía y se revolcaba en el lodo. El niño se ponía su impermeable y salía a jugar con él.
Era la historia que más me gustaba.
También estaba la extraña historia de un niña que llevaba pan a casa de su tías y el fuerte viento se la llevaba volando.
Había otra historia de dos hermanos que se quedaban aburridos en casa mientras llovía y entonces se ponían a realizar figuras de papel. En el libro también venían las instrucciones para hacerlas.
Mi libro estaba lleno de historias-ejercicios de ese estilo.
Nunca completé todas las actividades.
En la página final había un recuadro en blanco donde se pedía dibujar algo relacionado con la lluvia.
Mi dibujo no estaba relacionado con la lluvia. Sólo fue una suma intermitente de colores.
Todos esos colores lucían mejor en mi imaginación.
Para colmo, había utilizado crayones imposibles de borrar.
Siempre me sentí un poco avergonzado de mi dibujo.
Me había precipitado.
Leí muchísimas veces ese libro sin historia.
A veces, cuando llegaba a la página de mi dibujo me la saltaba.
Otras veces, miraba mi dibujo con resignación.
Siempre quise otra oportunidad para intervenir mi libro.
Pero no hubo otra oportunidad.
En una variación a John Done, Mario Montalbetti escribe que cualquier hombre es una isla.
Cualquier libro es una isla.
Mi cansancio mental por tratar de encontrar, quizá sin darme cuenta, el mismo libro, radica en una cuestión de enfoque.
En vez de intentar encontrar prodigiosos miligramos en cada libro, en cada persona, en cada circunstancia, en vez de convertirme en dictaminador de mi propia vida, es preciso salir del hormiguero.
Ese libro sobre la lluvia todavía es una isla.
El libro donde leía y dibujaba, donde me ponía melancólico y dónde venían instrucciones para hacer figuras de papel es una isla y cada libro leído, como cada texto escrito, es la posibilidad de seguir habitándola.
Erik Alonso creció en Ecatepec de Morelos, Estado de México, donde, en 1995, fueron encontradas 120 piezas del esqueleto de un mamut.