Tania Rocha
Foto por macroe
Puebla, San Miguel de Las Perlas.
Las cruces rugían clavadas en la tierra, estremecidas por el llanto de las dolientes. En algún lugar nada pasaba, en algún lugar no había pena ni duelo y así, cuando otra niña y otro niño eran extirpados de los brazos de sus madres, se unía a los demás en el olvido.
Aura desapareció, sin conmoción, más allá del desconsuelo de sus padres y una denuncia sin efecto. Tenía trece años, era bajita y hablaba hasta por los codos; pero lo más significativo en ella era el par de coletas con listones verdes, asomándose siempre como dos gorriones en un nido. Cuando apareció, no fue sino tres lunas después. Ahí, su alma desenraizada dejó un cadáver desnudo, con los parpados cocidos y las coletas jaloneadas y revueltas.
Unos niños que jugaban a las escondidas la encontraron. Ángel de diez años, enjuto y de piel cetrina, iba campante por el terreno baldío detrás de su casa. Se trepó a la copa de un encino, y ahí arriba, camuflajeado en el follaje, distinguió un bulto bajando por la hondonada del baldío.
Brincó al suelo y conforme se acercaba percibió un aroma fétido.
Un perro muerto, pensó. Pero entonces su cara se desencajó de horror y comenzó a temblar. Era una niña, tenía la piel revestida de hematomas y el pecho abierto, lleno de bichos rastreros. De un grito agudo, Ángel llamó a sus amigos.
La noche que ella se fue, llevaba un huipil de brocados dorados que su padre le compró en el mercado Musas. Iván, el vecino que vivía dos cuadras enfrente, tocó a su puerta a las siete de la noche: su esposa Rosario había llegado con bisutería nueva de la capital. La madre de la niña, Doña Asunción, no vio ningún problema en dejarla ir a curiosear.
Aura sonrió, tenía las mejillas coloradas y una sonrisa de ensueño. Esa fue la imagen que quedó grabada a fuego en la mente de su madre. Tuvieron que transcurrir dos horas antes de que sospechara que algo andaba mal. Marcó al celular de Aura, pero no contestó. Estará muy entusiasmada, pensó. La imaginaba brincando y diciendo: ¡quiero esta pulsera, y ésta, y también esta otra!
Terminó de hacer las tortillas en el comal, se quitó el mandil y fue a buscarla a casa de los vecinos, sólo para que le dijeran que desde hacía rato se había marchado.
Cuando una niña con las características de su hija fue a dar a la morgue, mandaron a llamar a Doña Asunción. Con el corazón ansioso, se apersonó en el cuarto blanco de muebles metálicos; había un carrito de instrumentos, el lavamanos y la mesa, donde Aura estaba tendida y cubierta por una sábana blanca. El oficial Moreno, un hombre de bigote espeso y tres briznas de pelo en la cabeza la instó: señora, ¿está lista?
Como si alguien pudiera estar lista para semejante dolor.
La luz fluorescente que colgaba del techo era débil y el frío de la habitación le erizaba los vellos de los brazos.
El forense, un joven de aspecto taciturno, dobló la sabana cuidadosamente a la altura del cuello, solo para descubrir el rostro y que pudiera identificarla. Estaba hinchada, morada y tenía los parpados cocidos. Asunción supo sin asomo de duda que aquella era su criatura. Un dolor se encajó en su vientre cuando el forense comenzó a hablar con voz inexpresiva, como si leyera la lista del mandado. Le informó que había muerto por asfixia, y le habían robado ciertos órganos. No había ojos en sus cuencas, ni corazón, ni riñones. La habían abierto y vaciado como si se tratase de una muñeca que jamás tuvo vida, una muñeca desmembrada para ofrecer sus partes vendibles.
Aura fue la primera víctima de la trata de órganos en el pueblo San Miguel de Las Perlas. Después de ella, se enfilaron otros. La comunidad se volvió desconfiada, la envolvía una red indeleble de miedo. Pasaron los años y Doña Asunción, junto a otros tantos padres y madres desgarrados por la muerte de sus infantes, solo encontró sosiego a través de la fe, fue su forma de aplacar la ira de saber impunes a los culpables.
La gente estaba enojada porque las autoridades no tomaban medidas drásticas, y como San Miguel de Las Perlas era un pueblo tan pequeño, casi perdido en el mapa, parecía que a nadie en el exterior le interesaba lo que pudiera pasar ahí, que en el interior no contaban con los recursos para hacerse cargo o que estaban coludidos con los criminales.
El toque de queda se impuso después, y no fue más que una mera formalidad: Todo menor de edad debía permanecer en su hogar a partir las seis de la tarde. La mayoría de los niños estaban guarecidos en sus casas al atardecer.
El crepúsculo púrpura y naranja era aplastado por la noche cuando Alfredo, un niño de ocho años, llegó corriendo a su casa. Lloraba y gritaba:
―¡Mamá, mamá! ¡un señor me quiso robar! ¡Yo estaba jugando con mis primos cuando un señor me quiso robar! ¡Le di una patada en la espinilla y salí corriendo!
Su madre llamó a sus sobrinos y se los encargó a una vecina. Subió a su auto con Alfredo y fueron directo a la comandancia. Alfredo dio santo y seña al dibujante de cómo era el hombre que lo había atacado. Un resumen de lo sucedido y la imagen del criminal fueron subidos a las redes sociales con la leyenda de que, si alguien tenía información o conocía a este hombre, se comunicara con las autoridades.
Una semana después, una llamada anónima decía que el retrato correspondía a cierto muchacho: Antonio Muñoz, moreno y desgarbado, un vendedor de jamoncillos ambulante que contaba con antecedentes de robo a mano armada y que ya había pasado una temporada en prisión. Los policías lo arrestaron e interrogaron, pero no pudieron comprobarle nada y en el careo el niño se había puesto tan nervioso, que no atinó a identificarlo. Soltaron a Antonio la mañana siguiente.
El rumor corrió rápido, y para la tarde, un grupo de beatas con sus vestidos hasta las rodillas y encaje hasta el cuello, avivaron a los vecinos a tomar represalias por mano propia. Doña Asunción, que se había convertido en un baluarte moral y religioso para la comunidad, representante de Las Mujeres del Sagrado Corazón de la Purísima Virgen de las Perlas, aseguraba que aquel muchacho encarnaba los trazos del dibujo puesto en las redes sociales. La lideresa, que ya había vivido en carne propia la muerte de su hija, se tomaba muy en serio los atentados a cualquier niño o niña, como si Aura estuviera encarnada en cada uno de ellos. Sin permiso del párroco, subió la escalera e hizo sonar la campana del templo en un llamado masivo. Ya sabían todos en el pueblo que si la campana era tocada de forma errática, era preciso acudir.
Cuando el Padre Elías trató de calmarla, Doña Asunción prometió que no haría nada impulsivo; lo único que buscaba era llevar al hombre a la comandancia con ayuda de la gente y presionar a la policía por una investigación a fondo.
―¡Esperar a que las autoridades actúen es una pérdida de tiempo, una pérdida de vidas! ―gritó lo suficientemente alto para que la centena de personas que se aglomeraba a la entrada de la iglesia la escuchara.
Y así, guiados por el repudio y la impotencia, tomaron armas; cuchillos de cocina, machetes, cadenas, palos, escobas y piedras. Avanzaron por la calle en busca de Antonio, a quien la horda colérica tomó desprevenido. Sentado afuera de una tienda con una canasta de mimbre llena de jamoncillos con nuez, contaba las monedas de lo que había vendido en el día; aun cuando los vio de lejos, Antonio no comprendió que venían por él, hasta que lo jalaron de los brazos. Sus dulces y monedas cayeron al suelo. Los rostros carmesíes insultaban y escupían:
―¡Pinche asesino de niños, te vas a ir al infierno!
―¡Yo sólo vendo dulces, se los juro por la virgen!
Lo golpearon en la cara, rompieron su nariz y reventaron sus pómulos. Poco a poco, su rostro se convirtió en una masa roja y deforme, sin gestos ni expresiones.
Doña Asunción se perdió entre el mar de gente, igual que su voz y el propósito del movimiento. Era el equivalente a liberar el agua de una presa, ya no podía retomar las corrientes y contenerlas.
―¡Te vamos a matar, pendejo!
―¡Ya quémenlo a la chingada!
Antonio temblaba, sus ojos negros destellaban por el reflejo del fuego de las antorchas y el miedo palpitaba en su piel molida a golpes. Lo arrastraron a la plaza, lo ataron y lo aventaron al suelo. Después de eso todo sucedió tan rápido, como bajando por una montaña rusa. Las personas le escupían y manoteaban, se retorcía, cubriéndose la cabeza y suplicando mientras lo pateaban. Le rociaron combustible y le prendieron fuego. Profirió un berrido, las llamas comenzaron a crecer en sus piernas mientras titiritaba y las lágrimas bañaban su rostro.
Azul, naranja y amarillo, las llamas se adornaron de ardientes colores en un remolino que subía y bajaba exhalando chispas doradas e incandescentes. Flotaban las flores de cempasúchil en la penumbra, agitadas por el viento, mientras los gritos carbonizados del hombre se desvanecían y las sirenas resonaban acercándose a toda prisa.
Cuando los agentes policiacos bajaron, la masa encendida ya no era hombre y la turba, de pronto consciente del impacto de sus actos, se disgregó a puñetazos y empujones, tapándose las narices y los ojos por el gas lacrimógeno, huyendo de los disparos.
Tania Rocha (H. Caborca, Sonora · 1992) es ingeniera en minas, terapeuta reiki y escritora; es autora de la novela Ámbar ¿Morir por ser perfecta?, publicada por el Programa Editorial Sonora 2017-2018, del Instituto Sonorense de Cultura, así como coautora del cuentario de nueva narrativa Caborquense. Fue ganadora del Premio Estatal a la Juventud Sonora 2019, en la categoría de Expresiones Artísticas, 3er lugar en el Premio Estatal de Crónica Joven Roberto Bolaño 2019, y en el Concurso Estatal de Cuento de la Segunda Feria Internacional del Libro del Desierto Caborca 2020. Recientemente lanzó su novela La Cara del Monstruo.