Ingresé con mi valija a ese café en Camden, Nueva Jersey, seguro de encontrarte. Estabas en la mesa más apartada tomando, como de costumbre, leche con budín de manzana. Me hice el desentendido y me senté frente a ti. Mientras bebía limonada, comencé a leer uno de tus libros a la altura de los ojos para que vieras la portada. Preguntaste desde tu mesa si me gustaba ese poeta. Contesté afirmativamente y caminé hacia ti. Tu mirada me recorrió de arriba abajo, detallando las botas de cuero, mis blue jeans, se detuvo un rato en la protuberancia de mi ingle, luego subió hasta mi camisa a cuadros medio abotonada que mostraba mi pecho hirsuto. Noté el temblor de tu labio superior ante mi porte de vaquero joven. Fingiendo no saber quién eras, elogié al poeta que leía, me senté a tu lado y, como para demostrar mi admiración por él, declamé “Veintiocho muchachos se bañan en la playa, veintiocho muchachos y todos tan amigables”, despacio, mirándote a los ojos. Tus pupilas crecieron y apretaste mi brazo cuando me disponía a regresar a mi puesto.
−Quédate conmigo, vaquero. Yo invito.
Escuché la revelación que eras tú el autor de esos poemas y no sé si supe disimular sorpresa. El caso fue que te vi sacar de un viejo maletín unos poemas nuevos y los leíste casi susurrados a mi oído. Al quinto poema ya tu mano caminaba nerviosa sobre mi muslo. Para enfriar tu ímpetu, pedí que me autografiaras el libro. “Ya me has bautizado. Me llamo Vaquero”, respondí a tu pregunta por mi nombre. Tu dedicatoria fue: “Al vaquero sin nombre más sensual del mundo”. Y elogiaste mi talante de verdadero cowboy americano.
−Aunque no parezca, sangre sioux corre por mis venas −te advertí.
A lo mejor pensarías que era una broma porque la risa te invadió durante un rato. Seguimos hablando de literatura, te hablé de los cuentos que escribía, de mi admiración por Nathaniel Hawthorne y Poe, de mis viajes por el país coleccionando recuerdos de mis escritores favoritos, de mi reciente visita en Nueva York al autor de Moby Dick.
“Bueno, vaquero. Ya tienes mi letra en la dedicatoria, te llevarás de recuerdo las palabras que te escribí”, agregaste sin sospechar que no era eso lo que yo realmente deseaba. Fuimos a tu casa en Mickle Street, tomando whisky seguimos hablando de libros. Al noveno trago tus dedos acariciaron mi pecho, yo te dejé hacerlo. Luego, sentado en el piso, me quitaste las botas y te vi lamer mi pulgar, rogabas que recitara nuevamente “Veintiocho muchachos”. En el tercer verso, tu mano arrugada abrió mi cremallera mientras me mirabas a los ojos. Yo tuve que cerrar los míos porque no quería ver lo que seguía…
Desperté mareado, tu cuerpo desnudo yacía boca abajo, tus escuálidas nalgas me dieron asco. Me sentí sucio por lo bajo que caigo a veces por estas ansias incontrolables de seguir con mi colección. Lleno de ira, abrí mi valija, te amarré de manos y pies, ni siquiera sentiste por lo ebrio y dichoso que estabas, pero al rato despertaste y comenzaste a gritar, me ofreciste tu sombrero como recuerdo, hasta los originales de los nuevos poemas recién escritos, pero te metí una de mis medias en la boca. Te retorcías como lombriz cuando te mostré mis filosos cuchillos. Lucías patético llorando como una nena, no quedaba rastro de aquel hombre valiente de la Guerra Civil; el paladín de la libertad no era más que un viejo maricón que no se resistió frente a un joven desconocido de bragueta abultada. Mis manos se fueron llenando de tu sangre con los primeros cortes que te hice. Viendo la afilada hoja ir y venir, tuve el presentimiento de que ésta sería mi obra maestra. Me vi obligado a pegarte para que te quedaras quieto y no lo arruinaras todo. Cuando el cuchillo entró más profundo, te desmayaste… Lavé mis manos, me vestí lentamente, tomé la valija, mi sombrero y crucé a Nueva York para abordar el primer tren a Nebraska. En ningún momento solté la valija, la mantuve siempre sobre mis piernas, fuertemente sujetada. Todavía me costaba creer lo provechoso que había sido este viaje. Lleno de ansiedad, no veía la hora de llegar a casa, poner en mi repisa los dos trofeos que con tanto celo transportaba: el meñique derecho de Herman Melville, la barba completa, ensangrentada, de Walt Whitman.