No fue por intención que
entre al juego de cazar
luces en madrugadas.
Llegué a vivir a una casa
tan ajena, para no verla,
casi me dejo ciega.
Pero ese mirar
descompuesto me
asombró con su poder de
encontrar apariciones.
Entre un cuarto y otro me
topaba su presencia
como una verdad
inevitable.
Una o dos, no menos de
tres cuartos de hora, me
tomaba capturar esos
espectros.
Rondaba la casa hasta
asegurarme de que
ninguna visión me
siguiera a la almohada.
Mi sueño por liviano era
agitado, como cuando se
está al acecho.
Apagaba la luz en vez de
cerrar las cortinas. Algún
vecino pudo ver lo
tropezado de mis pasos
bailando a oscuras.
Cuando los vecinos se
desvelaban las risas de
sus fiestas botaban entre
paredes hasta mi cama.
Yo en silencio aprendí
observar los astros en las
paredes y distinguir
eclipses en las sombras.
Era mi mirada tan aguda
que alcanzaba a ver
la noche desde la tarde.
No es que haya estado
absolutamente sola. Es
que con ojos telescopio
no se mira a nadie cerca.
Pero de ahí no iba a
sacarme nadie.
Tampoco es que haya
salido sola obedeciendo
una luz que de lejos, por
fin, dijera ‘ahora‘.