Por Gabriel Carle
El amanecer luego del temporal, aún desenredándose de los techos de los bohíos que les vinieron encima, los últimos boris cargan el cuerpo de Anaké, la Grande —aplastada por un guayacán— hasta alcanzar las profundidades del manglar. Suenan sus maracas con parsimonia y embadurnan el cuerpo de resinas. Con todo el amor con que un hijo se despide de su madre, Yael entierra el puñal de arrecife en el vacío de su garganta. Yael, sus primos y sus tías dividen el cuerpo de la cacica en sus treinta y siete latitudes. Su sangre se mezcla con las pisoteadas en la tierra, con el fango original de donde han surgido los primeros boris la última vez que la gran sierpe de estrellas se desenroscó para parir el cosmos.
Sobre cada uno de los treinta y siete nuevos montículos, colocan un caracol vacío para alimentarle los huesos.
—Del fango vienes, al fango volverás, y serás bosque —pronuncia Yael cuando le colocan el aro de maguey en el codo, resuenan las caracolas y lo declaran cacique. Los boris repiten el adagio, se arrodillan, besan el fango.
* * *
Yael muele un fragmento del esternón de su madre en presencia de las sabias. Yiyí, la Imperiosa, sonríe impávida desde su trono de nubes, alumbra a los boris sentados en círculo. Irguen los cuerpos como algas en la marea, sisean, castañean sus almejas y guayan sus güiros a ritmo de aguacero mientras Yael muele diez prietas semillas tostadas en otro pilón de arrecife. Luego vierte una pizca de polvo de Anaké y otra pizca de ceniza de un cobo que guinda de su cuello —huesos de sus antecesores— y traza sobre el polvo el espiral en descenso de los muertos hacia el centro de la tierra. Con dos canutos de hueso, aspira la espira en dirección contraria.
El mundo detiene su voltereta sobre el abismo. Se torna violeta la fogata en el centro, enverdecen las estrellas. Yiyí se infla hasta imperar sobre la totalidad de la cúpula celeste. La gran sierpe desenrolla su chorrera de estrellas para mirar a Yael rostro a rostro. Los ojos de Yael se viran al revés y los boris aparecen sentados sobre las nubes, aceleran sus ritmos y vociferaciones.
Una lechuza con los ojazos de Anaké se posa sobre la rama del cohoba. Yael resiste el desmayo.
—No llores más por mi ausencia —le murmura la brisa—, no me iré de tu lado.
—¿Cómo seré un líder para ellos? —Yael contesta en un idioma incomprensible—. Perdimos tanto, cualquier día nos lloverán lanzas del bosque… ¿Cómo protegernos de Jurakán?
Los demás observan fijamente, serenan de sus sonidos para no interrumpir el intercambio.
—Ya las semillas están sembradas en ti —le cruje la leña de la fogata—. Eres nieto de Yocahú Bagua Maórocoti, la fuente del suelo. El fango original, y no sangre, corre por tus venas —le tintinean las caracolas que guindan del cohoba—. Siempre cargarás con el peso del mundo sobre tus hombros. Pero tuya es, y será, la tierra.
Yael traga duro. —Pronto volverán las lluvias…
—Ay, mi colibrí —le chilla la lechuza, desplegando sus alas—, te toca conocer la verdad. Habla con Caracaracol.
* * *
Caracaracol habita el manglar en la costa sur de Bieke, en una bahía cuya entrada solo se deja ver en luna nueva, cuando muere el sol y el imperio de Yiyí se reduce a su último filo de luz. Es un sabedor tan temido como respetado, un creador de islas. Los rumores de Caracaracol se arremolinan entre los boris mientras recogen ramas y pencas para reconstruir sus bohíos.
Ha venido de las islas horizontales, donde muere el sol cada tarde —dicen unos mientras pelan los pocos magueyes que quedan para tejer sus atarrayas. No, desde más lejos —corrigen otros mientras afilan las puntas de sus lanzas—, tan lejos que tuvo que lanzar piedras al mar, y en cada rebote nació una isla, así llegó a Bieke. Bieke le salió de la espalda a Caracaracol —añaden los que preparan las provisiones y tallan los remos de las canoas—, sus hermanos gemelos le abrieron un nacido que le crecía en la espalda y de ahí surgió un carey gigantesco, el tamaño de una isla, allí —y apuntan hacia Bieke, oscura y solitaria, un monte boscoso surgido del mar—, donde nace el sol cada mañana.
Yael intenta respirar profundo y observa su comitiva de navegantes, rastreadores y arqueros que lo acompañaría. Cada uno es, al menos, cinco años mayor que él, o tres palmos más alto. Muele semillas de achiote y les dibuja espiras centrífugas en los temples, hombros y muslos. Se arrodillan por respeto e ignoran el temblor en sus manos.
El mar se alegra con cada zarpazo, los baña de espuma y rayos de sol. El atardecer se aproxima con una velocidad ansiosa. Ya revestidos de sombras a pocas leguas de la costa, los boris observan a los cucubanos encenderse para pregonar el despertar del manglar. Las ramas y raíces se desenredan para dejar entrar la canoa.
Cuando se vuelven a enredar los mangles, encerrándolos en su pozo de crepúsculo estrellado, los boris gritan para que Yiyí los socorra.
—No, no teman —grita Yael, apretando la caracola que guinda en medio del pecho, y se suman en silencio—. Nos están esperando… miren.
Yael toma un remo y agita el agua, encendiendo las tinieblas de luz azul. Maravillados, los boris reman con fuerza y dejan una estela alumbradísima que alienta los grillos y los coquíes.
—Ya no hay marcha atrás —le dicen las olas, y asiente.
* * *
La próxima madrugada, enrollan sus hamacas, enrolan sus tabaquitos, rostizan varios jueyes en un bucán y se internan en el manglar. Yael frota su caracola con fuerza mientras avanzan. Las ramas y las raíces —enredadísimas luego del último temporal— no ceden con facilidad. Alcanzan el final del camino: una carabela montada sobre una lanza con un gran cobo incrustado en la coronilla. Justo detrás, la maleza impenetrable.
Los boris vuelven el rostro hacia Yael, expectativos.
Sin hesitación alguna, destapa su caracola y coloca un montoncito de polvo gris entre su pulgar e índice izquierdos. Luego, un montoncito de polvo negro por encima, y aspira sin canuto. Se desmaya al instante, pero los boris le sostienen el cuerpo, aguantan la respiración hasta que Yael, aún gimiendo por la memoria de Anaké en las fosas nasales, se tranquiliza y abre los ojos.
Los colores se han invertido. Los ojos, las narices, las bocas, bailan sobre los rostros de su séquito. Con brazos temblorosos, extrae del saco una diminuta flauta —tallado por Anaké del hueso del fémur del padre— y pega la boca al orificio. El resoplido acalla todo sonido en el manglar. Los boris tiemblan sus higüerillas. De pronto, la maleza desenfunda sus ramas y se revela un camino bordeado de conchas, piedras preciosas, caracolas.
—Oh, Yael —gimen sus acompañantes—, tuyas son las tierras y las raíces, las ramas, las copas, las enredaderas.
Cargan a Yael, extenuado y con piernas gulembas, mientras toca eufórico su flautilla. Las hojas cosquillean a los boris, los empujan en el largo camino cubierto y en descenso que no detiene su curva hacia la izquierda. Pasan horas y aún atraviesan su laberinto lineal. Los mangles se engruesan y avanzan a oscuras. Yael —algo recompuesto— acelera el paso: si los alcanza el atardecer, no saldrán de ahí jamás.
Aprieta el ángulo del camino, sopla la flautilla un monótono chillido de desesperación, le pellizcan los mangles los tobillos, huyen cangrejos y lagartijos despavoridos. Alcanzan el centro y encuentran un hoyo desbordándose de maleza. Yael, aún eufórico, se lanza al vacío. Los demás lo siguen sin tapujos y caen hasta alcanzar las aguas tibias, frescas, en el fondo de un cenote.
—Están muy tardes —alguien dice entre penumbras. El punto rojo del tabaco se hincha, suelta un hilo de humo, se apaga.
* * *
Caracaracol es un viejo encorvado, de tez oscurísima y pelo grasiento hasta las caderas, que siempre lleva un tabaco entrelabios y un gran caracol a la oreja. Por la multitud de aros que lleva en ambos codos, los boris le siguen con un respeto inquebrantable. Vive en una playita brotada del manglar a pocas leguas del cenote, con tres varones sin taparrabos —como el sabio— que lo asisten, en un caney de varias habitaciones enteramente recubierto de almejas, ostras, caparazones, corales, valvas y demás carcazas marinas. Entre el revolú de artefactos, yace una variedad impresionante de hierbas, semillas, tubérculos, caparazones, y demás. Los recibe con frutos frescos, casabe, conchas asadas sobre un bucán, agua fresca del manantial y un envase desbordándose de hongos marrones que Caracaracol y sus jóvenes mastican lentamente antes de tragar con cáscaras de guayaba. Cuando Yael asiente, su séquito se deleita con el festín, prenden sus tabacos en el bucán, tocan sus instrumentos mientras los jóvenes soplan polvos coloridos al aire y dibujan falos sobre el suelo que crecen raíces, que brotan más gotas de color.
Tras todos relajarse, Yael acompaña a Caracaracol a otra recámara. Este recoge un caracol tras el otro hasta virarse hacia Yael. « Supongo que quieres conocer mi historia », pero Yael no sabe cómo reaccionar. Sentado sobre su dujo, Caracaracol muele un pálido caparazón y lo echa sobre hojas de tabaco antes de enrolarlo, encenderlo, y aspirarlo. Le cuenta de su aparatoso escape desde el horizonte poniente, donde las pirámides de negra piedra alcanzan el sol en escalinatas. Una secta anunciaba la venida de una dorada serpiente emplumada, y pretendían borrar toda conocimiento —de otras deidades menores, de los ciclos celestes, de las cosechas y las hierbas— almacenadas en estas caracolas místicas. Caracaracol alcanzó agarrar treinta y siete de ellas antes de lanzarse al mar, huyendo la destrucción de su pueblo.
—Ellas contienen todos los saberes… No pude permitir que las destruyeran. Me contaron la ruta de los careyes hacia estas bahías secretas donde ponen sus huevos. Me avisaron la llegada de tu madre, hace tantos años, me avisaron la tuya.
Le ofrece una pesada caracola negra dextroversa. Yael traza la espira invertida con fascinación.
—¿Y cómo revelan sus secretos? Tengo que saber el futuro… por nuestro bien.
—Qué poderoso, cargar con el mundo en tus hombros… ¿será cierto?
Caracaracol pega otro cobo a la oreja y trae un cemí tallado con cabeza de murciélago y cuerpo de sierpe que balancea un disco de madera. De una caracola enorme, vierte un montón de polvo marrón. Luego vierte el resto del polvo de caparazón y lo aspira con un canuto de hueso.
—Tienes que ser un caracol para hablar con ellos —al fin dice, y le pasa el canuto y los polvos—. Ya eres cacique, ¿cierto? Entonces… hazte un caracol. Tus acompañantes estarán bien.
Yael vira el cuello y aún están tocando música y riéndose, purgándose en una esquina antes de volver a reírse de los colores, los falos en el suelo que pululan, evolucionan.
—Ese cobo prieto te revelerá tu destino… ya yo sé el mío… me trajo a esta isla, aquí, contigo, a este instante… Lo esperaba con ansias.
Yael asiente como puede. Caracaracol se eñangota en una esquina a pegar dos caracolas a las orejas. Yael vierte polvo del caracol que guinda de su cuello sobre el montón de cohoba y aspira. Resiste el desmayo y pega el cobo a la oreja.
Al cabo del rato, Yael se queda tieso. Los rumores de la brisa se enredan a su espalda. Vira el cuello hacia el rostro encandilado de Caracaracol. El viejo le sonríe, travieso. Yael restralla el cobo contra el suelo.
—¿Quién eres tú? —dice Yael.
—Oh, pero ten piedad, Yocahú.
—Tanto conflicto, tanto fuego y relámpago… no entiendo. ¿Eso quieres? ¡Los tengo que proteger! ¿Quién eres tú?
—Solo pido que me devuelvas al mar de donde surgí… seré arena, seré espuma.
La risa de su séquito se mezcla con el tintineo ansioso de las almejas que guindan del techo. Afuera, la gran sierpe de estrella irgue sus treinta y siete dobleces, desesperada ya en el parto.
—Mía es la tierra —dice Yael más a sí mismo, apretando.
* * *
El momento en que Caracaracol deja de respirar, sus jóvenes acompañantes se vuelven arena y los boris corren hacia su cacique, quien anda arrancando todos los caracoles buscando los dextroversos. Los boris —con las mejillas hinchadas, las pupilas dilatadas, los labios temblorosos confundidos entre el llanto y la risa— exigen explicaciones por el cadáver de Caracaracol, aún desangrándose.
—Es un enviado de Jurakán —explica Yael, ahora destrozando una caracola tras la otra, en un idioma que los demás boris no entienden—, ha surgido de las tinieblas con su juego de sombras a destrozarnos. Aquí, ahora, Jurakán se ha vuelto mortal. Vamos a enterrarlo para que nunca vuelva al mar.
Los boris, atónitos, no saben cómo responderle. Con cada caracola rota, tiemblan más.
—¿Quién duda de mí? —grita, extenuado, pero nadie alza el rostro.
Con todo el horror de quien ha visto de frente la muerte, dividen el cuerpo de Caracaracol en sus treinta y siete latitudes. Lo entierran en la parte trasera del caney, aplanan bien la tierra, y Yael ordena alistar la fogata para destruir cada uno de los caracoles. Yael ignora las protestas de los boris, alza su flauta de hueso, y callan.
Pero antes de que las primeras llamas lamieran la base del caney, el fango se revuelve. Las lechuzas y los murciélagos se escabullen hacia el mar. Del fango brota una millonada de cangrejos que le picotean los pies a los boris. Abarrotados, lanzando lanza tras lanza, solo pueden huir y treparse encima de los mangles mientras los cangrejos agarran un caparazón cada uno, insertan su cuerpo encaracolado, y se esparcen en todas las direcciones.
Yael reconoce el andar en espiral de los cobos y se lanza a aplastar uno tras el otro, pero son tantos que se le escapa la mayoría hacia las espuma de la playita. Yael yace en medio de la espira en la arena, cabizbajo, ojos desorbitados, respirando profundo, mientras aparecen los primeros rayos de sol.
Los boris se le acercan y esperan a que al fin desenrede su lengua.