Por: Carmen Magaña
Por respeto y amor a las familias, los nombres han sido modificados.
Maíta se había ido tan chiquita a vivir con Buenvarón. Pero ¿quién no se hubiera ido con él a los trece años? Todas amábamos un Buenvarón.
Los dos colegios del pueblo separados hombres y mujeres desde sus inicios y apenas unos años atrás han cambiado sus políticas de ingreso para volverse colegios mixtos. Por o estupidez, que en este caso vendría siendo lo mismo, ni los varones querían estudiar en el Sagrado ni las niñas querían ir a parar al Coloso, pero como a Buenvarón lo Hab echado del masculino, no tuvo más remedio que estudiar en el Sagrado . Buenvarón era fortacho, chusco, de piel morena y unos dientes de anuncio metidos en un empaque de cara muy bien armado. Imagínense a esa belleza de joven en el salón de treinta señoritas que contaba con solo dos jóvenes más, uno al que parecía no atraerle el sexo opuesto y otro al que le faltaba todo lo que a Buenvarón le sobraba.
Buenvarón fue la pareja de baile de todas en las fiestas del colegio. Se convirtió en el protector de las niñas, en el proveedor de dulces y sándwiches cuando tocaban salidas al campo, en el autor de los mejores apuntes. Por eso se le excusaba su comportamiento y podía hacer chistes a los maestros.
―No profe, usted me vio durmiendo pero yo realmente estaba meditando. ¿Usted si medita profe?
―Qué pena maestra pero yo no pude leer ese libro, estuve de sol a sol working with mi mamá, porque honro a mi mamá con el fruto de mi esfuerzo.
―Maestra y cómo me dice que yo soy como el demonio, ¿es que usted lo ha visto para saber cómo es?
Los profesores algunas veces le secundaban su indisciplina, porque hay que ser muy hábil para tener la chispa que Buenvarón tenía.
Dejamos de ser el salón de las preferidas de las monjas para ser el grupo cool del colegio, eso no teníamos cómo agradecérselo a Buenvarón.
Las mujeres de su harem pagábamos felices sus servicios de seguridad con clases particulares y tareas a su nombre. Por si fuera poco, era el hombre más encantador adulando a las mamás de todas, por ende las puertas de las casas, hasta de las más quisquillosas, estaban abiertas al acomedido de Buenvarón.
Se involucró con dos de mis compañeras, las alternaba como novias y ellas se alternaban arañazos, un episodio desagradable de mirar pero que sazonó la vaina.
Buenvarón había aprendido desde chiquito a negociar, porque su mamá, la señora Buenvarón tenía un puesto de líchigo en la plaza y le montó a su muchacho una venta de cerveza ahí mismo. Él sabía todo lo que se podía saber de comercio a los 17 años, cuando lo echaron del Sagrado. Nos acompañó sexto, séptimo, octavo, noveno y décimo, que perdió por dejado, por briago, por peleonero, pero no por bruto, de ninguna manera. Nos fue imposible salvarle sus calificaciones de las constantes faltas los lunes y de las notas en el observador del alumno por peleas dentro y fuera del colegio.
Buenvarón desapareció del radar de todas, la señora Buenvarón se dio trabas para mandarlo a Bogotá a que hiciera algo con su vida ahora que una carrera profesional estaba descartada.
Paseando una mañana por el barrio el Restrepo, en Bogotá, me encontré con el eterno novio de todas, de la mano de Maíta. Se me salía el corazón de verle, estaba igualitico. Me apretó como si estuviéramos haciendo tareas de álgebra el día anterior y descansó su brazo completo en mi hombro sin soltar a Maíta con su otra mano. Nos fuimos a caminar mientras me contaba como se había enamorado de ella. Me invitaron a almorzar. Él y yo superando los veinticinco, éramos dos loras parlanchinas recordando cuando me zangoloteaba patas arriba desde el segundo piso del Sagrado por haberdo correctamente una pregunta en clase de química.
―Deje de ser tan lambona, a las chinas fastidiosas no las quieren―. La sensación de la sangre llegándome a la cabeza se mezclaba con la risa que me producían sus cosquillas en la barriga.
A su lado Maíta, a quien me costó trabajo reconocer porque era varias generaciones más acá que la mía, no pronunciaba palabra, no esbozaba ni una sonrisa, encorvada comía al lado de Buenvarón. Parecía estar en otro planeta, era una niña triste.
Pensé que Maíta debía padecer algún desorden psíquico, baja autoestima, depresión seguramente. En el pueblo decían que Maíta se la jugaba, poniendo en entredicho lo de varón y por supuesto lo de bueno, pero eso son solo especulaciones. El caso fue que armada de un valor que le costó mucho encontrar se decidió a abandonar al hombre más deseado. Supongo que Buenvarón era para otro tipo de mujer y Maíta era para otro destino, no para acompañar a su marido a distribuir cerveza.
Maíta comenzó a frecuentar los almuerzos de fin de semana donde su mamá. Uno de esos domingos le expresó su deseo de a la casa, Doña Silvia volver la recibiría de inmediato si ese era el deseo de la niña. Le propuso que se quedara de una vez y dejara sus chucherías allá o corría el riesgo que ese hijueputa la convenciera y se quedara recibiendo palo. Pero Maíta quería recuperar su ropa, por aquello de que ya había perdido la dignidad y la honra, no quería perder también sus chiros.
Silvia y Mauricio, su padre, no pudo ver llegar a Maíta con su trasteo pero extrañaron la demora de su hija. Veinte minutos después de haber salido de la casa no escucharon los balazos por el barrio donde vivía Maíta y Buenvarón a escasas cuatro cuadras de donde estaban ellos.
Laura, que había acompañado a Maíta a traer las cosas, se convirtió en la única testigo del ataque quedando sin habla varios días. Y no era para menos, de su camiseta le quitaron pedazos del corazón de su prima que estalló al lado suyo. La policía tardó en reaccionar, porque en uno de los lados de la casa de Buenvarón y Maíta funcionaba una cancha de tejo que camufló el totazo de pólvora que le arrebató la vida a la niña.
Buenvarón desocupó en el cuerpo de Maíta, de tan solo quince años, una ametralladora que hacía parte de las armas que distribuía a la guerrilla oa los paramilitares oa los dos, no se sabe. Él se perdió por detrás de la casa, dicen que lo vieron salir por una vereda cercana. Nadie volvió a ver al carismático de Buenvarón en el pueblo.
Unos dos años después se supo que a Buenvarón lo había matado por los lados de los llanos, y que bien su deceso pudo ser fraguado por el inamovible de Mauricio. Eso no es seguro, lo que sí es seguro es que la señora Silvia se baja del bus cada tarde viniendo de la escuela a pocos metros de la tienda de verduras de la señora Buenvarón. Dos mamás muertas en vida, que hoy se miran y no se dicen nada.