Diego Ignacio Leiva Quilabrán
Foto por Juan Cuock
—¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres! ¡Palomas son tus ojos!
—¡Qué hermoso eres, amado mío, qué delicioso! Puro verdor es nuestro lecho.
—Las vigas de nuestra casa son de cedro, nuestros artesonados, de ciprés.
Cantar de los Cantares 1:15-17
Los postones atravesando el pecho de las palomas. O sus cabezas. Fíjate, hueón, fíjate. Ahí cayó, dice. La paloma con la cabeza atravesada golpea el suelo. Es un ruido seco, frío, tenso, pero en sus oídos suena mullido, como ablandar carne con esos martillos de cocina que ocupan en la tele y en ninguna casa. La paloma en verdad no tiene una cabeza atravesada, simplemente no tiene cabeza. Donde debiera estar la cabeza solo queda un vacío sanguinolento, un vacío endosado a un cuerpo tibio y palpitante a través de una mancha roja oscura con restos de plumas pegadas. Cagó, dice, sin saber si a sí mismo o a su amigo.
Lo dice bajito, pero se escucha perfectamente en medio de ese galpón vacío. Desde el límite del área chica de fútbol, donde están parados, hasta las galerías a los costados de esa cancha de colegio, se oye su voz como en una catedral de huesos. La paloma cayó sobre la línea que no se puede traspasar cuando han jugado handball. Solo desde ese límite conviene manotear la pelota hacia el arco, mientras más abierto por la cancha, mejor y más complicado. Pero hace dos minutos, el ángulo era más que perfecto: la pelota era un postón, el jugador un estudiante, el tríceps forzado para el golpe se cambiaba por esa escopeta prestada, el arco ese contorno de plumas coronando al pajarito y el grito de gol era algo muy similar a lo que acababan de oír, el pum opaco del cadáver sobre el flexit. ¡Le pegué, conchemimadre, la reventé, mira! Está excitado por haber empezado su carrera de pichichi de palomar.
El eco llena todo dentro de ese galpón, entre el piso y el entramado de fierros grises del techo. El disparo retumbó metálico en las latas de más arriba y luego el golpe del postón en algún metal azaroso, sacándole algo de pintura o despercudiéndolo de un poco de caca blanca y negra. En cuarenta y cinco grados perfectos levantó el cañón, por detrás del hombro su amigo también jugaba a disparar, el tiro iba a ser de los dos porque te falta, te falta, ahí un poquito más, antes que se mueva, ahí, dale, dale. Y había salido el tiro en medio de esas indicaciones. Ni notó el prácticamente nulo culatazo. Bajó el arma al tiempo que escuchaba por sobre su hombro: la próxima es mía.
Afuera el bochinche era impresionante. Niños y algunas niñas iban de aquí para allá, golpeaban la puerta del galpón vacío, umbral que lo diferenciaba de ese caos de peleas, matonaje, punteos desesperados de los alumnos mayores entre sí, junto a un par que cuchicheaba mirando las piernas de unas profesoras jóvenes, de arriba abajo, fugazmente, pero con la suficiente atención para saber disimular si ellas volteaban. Había sido una pelea que llegaran esas pocas niñas en los cursos menores. Es síntoma de nuevos tiempos, había dicho la directora, una monja nacida en los confines del Sur. Nadie había dicho nada después, eso sí, sobre las malas miradas a esas pequeñas intrusas, incapaces de resistir un golpe, incapaces de avanzar en matemáticas, incapaces de no llorar, incapaces de hacer cualquier cosa a la que no estuvieran acostumbrados sus compañeros para quienes la antigüedad constituía grado.
Los sonidos del exterior se apagaban chocando contra el gran portón celeste y los muros de concreto. Hoy en el recreo no entra nadie al gimnasio, Pato va a hacer limpieza, es peligroso, dijo el inspector a las 8.45 de la mañana, justo al final de esa oración matutina que animaba un regordete profesor de religión con su guitarra, con ánimos inversamente proporcionales a los de su público. Pato esperaba con fervor ese día en que le tocaba su gran tarea, eliminar la plaga de palomas del gimnasio, su ritual personal, su momento sin mocosos alrededor, sin ruido, solo él y un fierro frío contra las alimañas: pa’ que aprendan, las cochinas.
Pato ya llevaba unas tres horas en pie a las diez de la mañana. Había abierto los ojos con ilusión; con sus manos duras, ásperas por los callos y gruesas, demasiado gruesas para tareas delicadas que no eran parte de su trabajo, se golpeó la cara para espabilar. Volteó los ojos hacia arriba hasta ese punto en que uno se imagina que va a encontrar manchas rojas, venas, sus propios músculos, pero solo se topa con una negrura con deformes trazos de luz. De esa forma puede observar el crucifijo metálico que cuelga de la pared de su cabecera, que alguna vez fue color blanco invierno, al lado de un póster de Pinochet en su traje de Comandante en Jefe. Nunca nadie entra a ese cuarto al que se llega cruzando la cocina del casino del colegio y doblando por un estrecho pasillo, por el que Pato apenas cabe, a la derecha. La simpleza monástica de esa habitación lo hacía sentir orgulloso. No necesito más. Algo en qué creer, un velador para dejar la Biblia y el viejo celular y un catre donde caer al final de cada día. Un mantra efectivo.
A las diez de la mañana ya estaba en medio de su labor. Tres aves ya habían caído dando vueltas, heridas en distintos lugares, de mayor o menor gravedad. El disparo menos certero dio en un ala, pero bastó para hacer venirse al animal de bruces sobre el pavimento. El aleteo desesperado no impidió que con un golpe de pala Pato terminara el trabajo. Era así: si no caías atravesada de lado a lado en un punto vital, abajo te esperaba el aplastamiento de todos los órganos y huesos. Una muerte más o menos elegante que no dejaba de ser eso, una muerte. La única manera de salvarte era volar, pero en algún momento tenías que quedarte quieto, descansar, y ahí ningún acero alcanzaba a protegerte.
El rechinido pesado de una puerta lateral abriéndose hizo que se colara el barullo exterior de chillonas voces infantiles. Los dos muchachos, sudando por el calor de esos días de primavera, se cuelan en el galpón contra la indicación general. Queremos ver. Váyanse de acá. Queremos ver. No, no, salgan. Ya po, tío, dice el más serio de los dos, con una parada militar y una sonrisa burlona. No le teme a las órdenes del conserje ni piensa hacerle caso. Sus súplicas suenan a un mandato directo. Siéntense ahí, les responde Pato. Como tantas veces, cede. Le caen bien los muchachos, o al menos no le caen mal. Por lo menos se ríe con ellos. Algo de cariño siente entre los comentarios burlescos que le han hecho por esa gran panza, por ese caminar de viejo acabado, por su cabeza de Neanderthal y sus modos brutales; por cómo con esa voz ronca responde a las bromas del profesor de Historia ante los cursos: ¡Pregúntale a tu hermana!
Queremos intentarlo nosotros. Nada de “podemos”, nada de tono de pregunta, nada de nada. Queremos intentarlo nosotros. Así se escucha desde las graderías de tablones verdes, inmediatamente después del primer disparo que atestiguan. Ven a Pato fallar y ya se sienten más capaces. No se pongan patudos, los voy a echar si empiezan con esas cosas. El timbre gutural del reto de Pato los hace soltar esas risas burlonas de siempre. Con mi papá salgo a cazar con una de esas mismas. Es militar. No soy tonto, yo puedo. No, ya te dije, responde el conserje, aunque tiene claro que la historia del muchacho es verdadera, al menos lo de ese familiar militar que le heredó al muchacho el pararse recto, la voz de mando y el gusto por los autos negros y los lentes Rayban. Se siguen riendo porque tienen la solución pensada de antemano. Algo que Pato no va a rechazar, algo que la imagen que manejan de Pato como el ser más rústico y grotesco de la fauna colegial no rechazaría jamás. Ven, Pato, le dicen sin pararse y mientras le mueven de lado a lado un celular.
Pato, ahora sentado en las gradas, con el tronco echado para atrás, mira una película pornográfica de antología en el celular. Una muchacha morena y curvilínea y con cara de placer fingido está arrodillada frente a un par de hombres musculosos, la paran a tirones, la llevan a un sillón, en una escena repetida más de mil veces en la industria y en la mente de Pato, durante las noches en esa pieza sin ventanas, cuando la oscuridad hace que ni las monjas ni Cristo lo vean con la mano yendo hacia la entrepierna escondida entre los pliegues de su cuerpo excesivo. Pero en ese momento son las diez de la mañana y nadie conoce esta escena: Pato relamiéndose con la morena, que ya está contra una pared mientras los dos hombres se turnan para penetrarla. Dos escolares en mitad de la cancha haciendo puntería para lograr atravesar a algún animal. Tres pares de ojos hiperconcentrados cada uno en los detalles que tienen frente a ellos.
Una que otra pluma seguía en caída libre sobre el cadáver tibio frente al que celebraban los estudiantes. Estaban más sudorosos aún debido al calor que se juntaba en ese ambiente cerrado y sin ventilación. Harían solo la mitad del trabajo. Pato echaba una a una las palomas que mataba a un gran contenedor verde. A veces no estaban muertas y seguían hinchándose y desinflándose adentro, ya morirían pronto. Los jóvenes no. Dejarían cada una a la que acertaran en el lugar donde caería. Pato se encargaría después de recogerlas y pasar un trapero húmedo para sacar cualquier rastro de sangre, huesos molidos, plumas endurecidas por coágulos. Después de todo, ese era el espacio en el que jugaban los cursos menores en los recreos, los niños más niños. Y a los niños más niños no había que exponerlos a las huellas de una matanza.
Durante los diez minutos que duró la fantasía, el milicoide acertó tres de tres tiros. Su amigo, el dueño del celular con el que se negoció, solo uno. Cuatro palomas yacían como en una visión apocalíptica en miniatura sobre la cancha: una a la entrada del área chica de handball, dos alrededor del círculo central universal, válido para cualquier deporte, y otra a los pies de un aro de básquetbol, en un extremo del rectángulo. Solo una con la cabeza reventada, pero todas en medio de manchones burdeo.
Después de cada postonazo, el par de amigos se regalaba un vistazo de Pato con el celular en la mano, muy concentrado. En secreto esperaban verlo llevarse una mano a sus genitales para grabarlo con el teléfono del milicoide. Tener esa imagen coronaría su día. Nada podría salir mal si cerraran con ese broche de oro. Pero no ocurrió. Lo más que divisaron fue la lengua de Pato recorriendo sus labios de lado a lado, su cuerpo cada vez más desparramado sobre la estructura, señal inconfundible de relajo y excitación.
Sonó el timbre. Sin apuro caminaron sosteniendo por última vez ese día el rifle al que se empezaban a acostumbrar. Suficiente. Aquí tenís, devuélvenos el teléfono. Estaba bueno, chiquillos, muy bueno. Avísanos cuando volvái a tener que hacer esto, vái a tener algo nuevo cada vez que vengamos. A Pato el desfile de morochas, rubias y colorinas tetonas se le armó inmediatamente en la cabeza. Asintió con una sonrisa leve que se fue agrandando a medida que sus amigos se alejaban. Tomó la pala con una mano y empezó a arrastrar el basurero por la cancha. Quizá qué escenitas tendría para recordar esas noches en que Cristo no distingue nada dentro de un cajón negro.
Diego Ignacio Leiva Quilabrán (Santiago, Chile · 1995) es licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas de la Universidad de Chile. Actualmente candidato a Magíster en Estudios Latinoamericanos en la misma institución, realizando su tesis en reescrituras contemporáneas del género gauchesco en el cine y la literatura argentinas. Además, trabaja de preuniversitario y es redactor en Revista Origami de crítica literaria y cultural, donde publica mayoritariamente reseñas de narrativa latinoamericana.