Ilustración: Juan Martín
Sus cordones están desatados. Lleva un pantalón viejo de chándal y unas zapatillas que conjuntan con el verde de la moqueta. Tiene el pelo precioso: rizado y con reflejos rubios. Está sentado en las mesas de los ordenadores.
No alcanzo a verle la cara. La tiene muy pegada a la pantalla. Observa ensimismado videos de YouTube. Ni se ha dado cuenta de que no ha conectado los auriculares. La música corre por toda la sala. No suena muy fuerte, lo suficiente para molestar a los histéricos. Varios levantan la mirada. Parece que le fueran a empuñar con los ojos. Irritados, chasquean sus lenguas y se miran entre ellos buscando la complicidad que no logran encontrar con sus parejas o sus jefes o con su vida en general.
El del pelo bonito está inmerso en sus videos de anime; ignora que tiene un banco de ojos atosigándole. Mueve el pie al ritmo de la musiquita japonesa que cada vez suena más alto (o tal vez siga al mismo volumen y sólo sea un efecto). El bibliotecario se percata por fin de la tensión que baña el ambiente, deja su revista sobre la mesa y se levanta. Se planta detrás suyo y le da unos toquecitos en el hombro. Con un ladeo de cabeza le pide que guarde silencio. El de rizos asiente y se va hacia las estanterías.
Camina por el pasillo que va de la A a la C, agarra un par de libros que ojea con desgana, y los devuelve cuando ha llegado a la K. Repite el paseíllo varias veces. Al cabo de unos diez minutos se cansa y se va hacia la zona de periódicos. Los diarios están expuestos en una especie de perchero giratorio. Le da una vuelta y se decanta por Libération.
Se sienta en una de las butacas. Acerca la portada a la nariz y respira hondo, como buscando embriagarse con su olor. Gira las páginas muy despacio. Tiene los brazos estirados y la cabeza erguida. Estoy sentada detrás suyo y veo que en menos de un minuto ya ha llegado a los crucigramas. Está claro que no está leyendo nada. Se limita a desplazar las hojas con cautela y las observa desde lejos.
Acaba de cambiar Libé por Le Monde cuando se escucha a un bebé llorar al otro extremo de la biblioteca. Berrea tan fuerte que toda la sala se gira y enfila el carrito. El de rizos es el único que no se inmuta. Cuando llega a los deportes, comienza a restregar sus mejillas contra las hojas. Derecha, izquierda, se frota ansioso, parece que estuviera masturbándose. Mis ojos se agrandan como dos paelleras. El niño para de llorar. Al cesar sus berridos, el de rizos deja de restregarse. Saca ligeramente la lengua y humedece sus labios, satisfecho. Se levanta y se dirige de nuevo al perchero.
Ahora está oliendo el New York Times. El ruido que hacen sus mocos al sorber me repugna. Este no lo abre sino que arranca varias páginas, las dobla y se las mete en el bolsillo. Gira la cabeza y me pilla observándole. Es la primera vez que se cruzan nuestras miradas. Me guiña un ojo. Creo que acaba de indicarme que va a hacer algo. Me inquieto un poco, pero considero que es mejor no hacer nada. Se levanta y camina hacia el centro de la biblioteca. Se aclara la garganta, ruega atención y saca las hojas que ha arrancado. Las sujeta entre las manos formando una especie de sobre. Es la primera vez que le escucho hablar. Me sorprende su voz, parece la de una niña. Pide una limosna. Nadie le responde. Dice que es para comprarse un libro. Su rostro empieza a teñirse de rojo y, por cómo se le hincha la vena de la frente, se nota que está nervioso.
Si guardas silencio tendrás más posibilidades de que te den algo, le dice el bibliotecario. De pronto algo cambia en la cara del responsable; se acaba de dar cuenta de que el papel que sostiene el de rizos es el del periódico de esta semana. Enfila el pasillo hasta el perchero de la prensa, coge el resto del New York Times, lo enrolla como puede y, con el rulo alzado en el aire, se dirige enfurecido hacia el vagabundo. Le golpea varias veces. A la puta calle, le grita, asqueroso.
Antes de salir, el de rizos se gira y me guiña el ojo por segunda vez.
Desde lejos me susurra que se ha salido con la suya.
Jimena Llamas (Madrid, 1997). Su pasión por el cine la descubrió tarde, hacia los diecisiete años, la primera vez que vio Mujeres al borde de un ataque de nervios. A escribir empezó un poco antes, a los trece. Le dio miedo estudiar Literatura y se licenció en Administración de Empresas. Ha trabajado en empresas tecnológicas, pero quiere ser escritora. Desarrolla una novela que reflexiona sobre la culpa. Ha vivido en Madrid, Londres, Dublín, Burdeos, y ahora, Nueva York.