Abomino del relativismo. Por anti-ilustrado, por antimoderno, por posmoderno. Y, sobre todo, por reaccionario.
Miguel Ángel Garrido, que carece de la más mínima veleidad relativista, lanzó una provocación en toda regla al proponer un canon de cien libros —ni uno más ni uno menos— para la Biblioteca de Occidente (Garrido, 2012). Así que estamos otra vez ante un Canon Occidental como el de Bloom (1994), mucho más estricto ahora y además justamente “en contexto” —es decir, con acento— “hispánico”. Digo “justamente” porque ya está bien de papanatismo.
Mi reflexión recoge el guante de esa provocación y se centra en el análisis de este canon. Basta leer el texto que acompaña su lista para advertir lo consciente que es Garrido de la dificultad, seguramente insalvable, del empeño y de los muchos condicionantes que intervienen en la configuración de su centena bibliográfica y la explican. El más determinante de todos tal vez sea que nace con la vocación de convertirse en una colección editorial. Y, claro está, paga un precio por ello. Un precio de impureza.
La tarea que me propongo abordar a continuación se reduce a plantear las preguntas, vale decir los problemas, que le salen al paso a cualquiera que lea la lista en cuestión; mejor dicho, a cualquiera que la lea de una determinada manera. Yo diría que de forma genuinamente teórica. Primero, por plantear problemas, pues creo que la teoría consiste precisamente en eso, en una discusión interminable pero no estéril, en este caso sobre literatura. En segundo lugar, por leer esa lista desde “otra” puramente teórica, implícita pero posible, la del verdadero, incondicionado y por eso indiscutible canon literario occidental, el que no se plegara a otro criterio que el de la excelencia; canon teórico, repito, pero sin negar, al contrario, afirmando la posibilidad de construirlo efectivamente. Y no para imponerlo a nadie, sino para la discusión fértil, o sea, para la teoría.
Los desajustes entre las dos listas, la explícita y la implícita, engendran la extrañeza que plantea los problemas, cuyo análisis o discusión revelará los condicionantes que explican las “anomalías” del canon efectivo. Pero no para recrearnos en la diferencia, en la imposibilidad de superar o trascender tales condicionamientos innegables. Al contrario, entendiendo la crítica del canon en cuestión como una contribución, modesta pero decidida, al canon que hemos llamado teórico.
Canon de autores o canon de obras
Ni que decir tiene que la nómina de problemas que cabe plantear aquí será tan reducida como el espacio de que dispongo. Por eso conviene apuntar a lo decisivo. Lo primero de todo es resolver si el objeto de la selección serán las obras o los autores. Para una lista como la que examinamos, que se denomina Biblioteca y quiere traducirse en una colección editorial, parece claro que debieran ser las obras: los cien libros supremos de la literatura occidental. Cabe perfectamente imaginar otro canon con los autores máximos de esa literatura. La relación entre esos dos cánones “puros” será de intersección, con coincidencias (El Quijote y Cervantes) y divergencias: obras sin autor (La Celestina, pero no Fernando de Rojas) y viceversa, aunque más raro, autores sin obra (Galdós, pero no Trafalgar ni quizás ninguna otra).
En la práctica, la primera impureza resulta de la combinación de ambos criterios, lo que da ya lugar a distorsiones de primer orden. La selección de Garrido es también ecléctica en este sentido, o mejor dicho, lo es particularmente, ya que está pensada sobre todo en función de los autores, como la de Bloom, pero, a diferencia de este, limita las obras a una por autor. El resultado es seguramente igual de discutible, pero más perturbador. Se trata de una especie de cruce entre los dos cánones homogéneos, con tal prioridad del de autores sobre el de obras que abunda el número de estas que ni de lejos podrían figurar entre las cien primeras de la biblioteca occidental.
El caso paradigmático es Jean Santeuil. Porque Proust está sin duda alguna entre los cien autores capitales y aun entre los cincuenta y…; pero no como autor de esa obra, sino de En busca del tiempo perdido; que resulta un libro demasiado extenso, en realidad siete libros extensos. ¿Qué hacer entonces? Mantener a Proust, claro, y aplicar la regla que reza así: «El título escogido lo ha sido tal vez porque se trata de un libro breve, que he preferido casi siempre en esta oferta panorámica (la Biblia y el Quijote son contraejemplos extremos)» (Garrido, 2012: 78).
Hay otros casos sorprendentes: Belacqua en Dublín de Beckett, Tres cuentos de Flaubert, Trattatello in laude di Dante de Boccaccio, Relatos de la Guerra Carlista de Valle-Inclán, El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez, el Romancero gitano de Lorca, etc. ¿Están entre los cien libros cimeros de la literatura occidental, por referirme solo a escritores que sí están o podrían estar en el canon teórico de autores? En relación a estos, la lista depara menos sorpresas, pero también plantea interrogantes, algunos dobles: ¿Luciano de Samosata y Diálogos de los dioses? ¿Azorín y La isla sin aurora? Conste que comparto el gusto por este escritor singular y celebro su inclusión, menos llamativa quizás en contexto hispánico, pero en un canon que excluye a Baroja, a Unamuno, a Ortega…
¿Está Ralph Ellison entre los cien magníficos incondicionados, o como representante (único) de los escritores negros, lo que parece tan admisible como otros condicionantes que se barajan? La pregunta no es retórica pues me falta conocimiento de causa para responderla. Lo mismo digo de esta: ¿Figura Knut Hamsun fuera de toda cuota, por ser noruego o a pesar de serlo, por tener el Premio Nobel o ―lo que sería más fiable― a pesar de tenerlo? A propósito, ¿por qué Aleixandre y no Cernuda, ni Vallejo ni Paz ni Neruda? ¿Es el contexto hispánico más español que americano? Pero mejor no hablar de las ausencias. Tratando de poesía, baste decir que Baudelaire, Rimbaud, Verlaine o Mallarmé brillan por su ausencia. ¿Y Petrarca?
Es curioso que Calderón de la Barca, indiscutible como autor canónico por todos los conceptos y en todos los contextos (aunque Bloom lo pase por alto) y que cuenta con obras —no solo La vida es sueño— tan canónicas como él, aparezca representado por “Comedias, autos, loas y entremeses”. (Dependerá de cuáles, digo yo.) Lo que interesa del caso es que abre una vía, la antológica, muy práctica para solucionar el problema planteado en géneros como el dramático y el lírico, por lo general breves. Pero que no se aplica sistemáticamente. De Esquilo, sí, “Tragedias”, pero de Eurípides Medea y de Sófocles Edipo Rey; o de Lope “Comedias”, pero de Shakespeare Hamlet, de Molière El Avaro, de Ibsen El pato silvestre y de Shaw Pigmalión. ¿Por qué? Sin contravenir ninguna regla, incluso la del destino editorial, no veo ningún inconveniente y sí claras ventajas en seguir el criterio antológico de Esquilo, Lope y Calderón en todos los casos del canon teatral, y mejor aún si se hace como con Aristófenes, especificando las obras integrantes de la antología: «Comedias (Las nubes, Las aves, Las ranas)» (Ib.: 80). Así, por ejemplo, el autor que ocupa el centro del centro del canon occidental según Bloom (1994, cap. 2: 55-86), ¿no estaría mejor representado por las cuatro tragedias consideradas canónicas (Ib.: 62 y 63), Hamlet, Otelo, Macbeth y El Rey Lear, que solo por la primera?
La modesta conclusión de esta primera mirada, en cierto modo previa, es que el canon que hemos llamado teórico (tendencialmente indiscutible) debiera ser o de autores o de obras, siempre por separado. Son muy pocos los casos de identificación casi absoluta entre un autor y una obra: Proust y En busca del tiempo perdido, Dante y La Divina Comedia, Cervantes y el Quijote, Milton y El paraíso perdido… Por eso cualquier lista “cruzada”, como la nuestra, resulta ya de entrada objetable.
Entre los criterios que enturbian las aguas cristalinas de la excelencia cuando desembocan en el mar de la grandeza, me parece del máximo interés el conjunto de los que hacen a una obra o a un autor “representativos”. ¿De qué? De lo que sea. Sin tiempo ahora para teorizar este asunto, o sea, para tratarlo en términos generales, me limitaré a observarlo desde algunas de sus vertientes en el canon que nos ocupa. Hasta aquí he podido obviar, como quiero y no tengo más remedio, el problema de la extensión conceptual de “Occidente”. El primero de los libros de la lista, la Biblia, ¿es occidental u oriental o ambas cosas? (¿Por qué no entonces Las mil y una noches?) Es más fácil lograr la lista incontaminada de las cien mejores obras literarias sin más, que solo se representan a sí mismas, que la de las occidentales, u orientales o lo que sea, que implican ya la representación de algo que las trasciende: cultura, historia, lengua, religión, etc. Veamos, sin más, algunas de estas determinaciones en el canon de Garrido, que aspira o se resigna, como todos, a ser representativo.
El canon y la historia
Consideremos, por ejemplo, la determinación histórica de la Biblioteca (que se ordena, por cierto, en función de la fecha de las obras y no de los autores). Los límites son amplísimos, de unos tres mil años, desde el siglo x a.C. hasta el año 1962 de nuestra era; pero con una distribución llamativamente irregular, con inmensos vacíos y con concentraciones realmente injustificables. Una sola obra, la Biblia, siempre singular, ocupa más de un milenio: del siglo x a.C. al ii d.C. Similar arco temporal abarca la Antigüedad grecolatina, con doce obras, seis griegas (del siglo viii al iv a.C.) y seis latinas (del siglo i al iv d.C.), con más de tres siglos vacíos entre ellas. Tras otro hueco mayor, de siete u ocho siglos, las 9 obras seleccionadas de la Edad Media van del siglo xii al xv. A los dos siglos siguientes, el xvi y el xvii, pertenecen nada menos que 20 obras. Pero se trata de los siglos canónicos por antonomasia —en la literatura europea. El siglo xviii reduce a la mitad su representación y cuenta con solo 5 obras y autores. El siglo xix multiplica por cinco al anterior y da lugar a 25 entradas. Lo más asombroso es que esa cifra resulta superada en poco más de medio siglo: el xx coloca en solo seis décadas a 28 autores y obras en el canon.
Quizás sobren los comentarios y las cifras sean ya lo bastante elocuentes. La madre de todos los desequilibrios, seguramente inevitables, es la desmesurada amplitud histórica que recorre ―y representa― la lista. Se comprende que Bloom decida cortar por lo sano y empezar su canon en Dante, decisión tan arbitraria como razonable. Se queda con menos de la cuarta parte del arco histórico, aun así inabarcable, del canon de Garrido: apenas siete siglos frente a tres milenios. A partir de aquí se abre un auténtico festín de provocaciones a la teoría de la historia literaria y, por supuesto, del canon.
Empezando por el final, ¿cómo justificar que más de la mitad del canon occidental (53 de 100 obras) se concentre en menos de dos siglos, el xix y la primera mitad larga del xx? Ojalá pudiéramos hacernos la ilusión de una especie de “progreso” literario, similar al de la ciencia. Pero, como ya señalara Víctor Hugo (1864) —uno de los ausentes del canon— en su William Shakespeare: «La ciencia es serie. Procede mediante pruebas superpuestas unas a otras y cuyo oscuro espesor sube lentamente hasta el nivel de la verdad». Y añadía: «Nada semejante en el arte. El arte no es sucesivo. Todo el arte es conjunto» (apud Torre, 1970: 39), vale decir un “orden simultáneo”, afectado de la “presentidad” (presentness) de la que hablará después Eliot (v. 1920). Se podría argüir también que se trata del periodo propiamente “literario”, que sigue a la cristalización del muy reciente concepto de “literatura” en sentido estricto, que puede que se empiece a clausurar ahora. Pero es evidente que la lista misma instaura la abolición de las diferencias entre esta moderna categoría y la antigua de “poesía”, tal como la define ya Aristóteles en su Poética. Así que Sófocles y Calderón compiten con Ibsen y Beckett en igualdad de condiciones.
Parece a todas luces que los dos últimos siglos están sobredimensionados. El siglo xix tiene más del doble de representantes que toda la Antigüedad grecolatina, origen y paradigma de lo canónico y de lo occidental; y medio siglo veinte casi triplica la aportación de Grecia y Roma juntas y casi quintuplica la de cada una. Esto no hay quien lo justifique. Y no tiene otra explicación que la del desorbitado privilegio de lo próximo en detrimento de lo lejano, o sea, la de una especie de miopía canónica general muy acorde con el clima cultural de nuestro tiempo, en la línea de lo que llamó George Steiner (1989: 37-55) “el genio del periodismo”.
Bueno, quizás haya otra explicación complementaria y más interesante desde el punto de vista estrictamente literario. En el siglo xix no se produce seguramente ni más ni mejor literatura que en otros precedentes, y desde luego no en esta proporción; pero sí un giro copernicano, con el Romanticismo, en la forma de concebirla, en la teoría o en el pensamiento literarios; giro en cuya órbita nos seguimos moviendo todavía y que acababa con casi dos milenios y medio de hegemonía clasicista en la concepción del arte o la creación verbal. Dejo en manos del lector interesado la prosecución, en buena medida paradójica, de la hipotética explicación.
También la Edad Media está, como la Antigüedad, infrarrepresentada. La Biblia va por libre, espléndidamente sola, como corresponde a lo que es, el verdadero “Aleph” (en sentido borgiano) del canon occidental en su integridad. Y el siglo xviii sigue haciendo honor —a pesar de los esfuerzos de los dieciochistas— a su mala fama literaria, con solo 5 representaciones, la quinta parte que el xix y casi la sexta que la mitad del xx. Claro que, visto por el otro lado, no habría más remedio que considerarlo sobrevalorado: casi la misma presencia que Grecia y que Roma y más de la mitad que toda la Edad Media en el canon. Más sorprendente es quizás notar que, según la selección, el Siglo de las Luces (huérfano de Francia, de Voltaire, de Rousseau) es totalmente narrativo y totalmente inglés. Esto me da buen pie para una breve consideración de otro factor representativo, el de las lenguas.
Pero no sin antes decir, aunque resulte obvio, que mi intención es poner de manifiesto las distorsiones que provoca necesariamente el criterio de la representatividad, al que ningún canon efectivo puede renunciar, y no, en absoluto, criticar los resultados de la misión imposible de Garrido. Al contrario, me parecen admirables y creo que los desajustes señalados revelan tanto la permeabilidad cultural de su artífice como su libérrima independencia de criterio.
El canon y las lenguas
Echemos un vistazo apenas a la representación de las diferentes lenguas en el canon antes de centrar la atención en lo que más nos interesa. También en este aspecto campa por sus respetos el desequilibrio, con dos lenguas hegemónicas, en proporción considerablemente superior a lo que les correspondería en estricta justicia, es decir, en ese posible canon teórico, incondicionado y exento de cualquier criterio de representatividad que no sea el del genuino valor artístico o literario, sea eso lo que sea.
El primer lugar lo ocupa el español con 29 obras, lo que queda explicado, más que justificado, por el contexto hispánico para el que se concibe la Biblioteca. Casi empatado con el español, con 28 entradas, se enseñorea del canon el inglés; también sin justificación a mi juicio —fuera, claro está, de la miopía canónico-lingüística un tanto onanista de Bloom y otros— y con posibles explicaciones que se atisban interesantes; además de la evidente, su presión cultural como lengua hegemónica en la actualidad, imparable, al menos aquí, gracias al concurso de su recíproco, el glorioso papanatismo nacional. Valdría la pena explorar explicaciones tan particulares como la influencia de un autor tal que Borges en la conformación del canon literario actual. He creído al menos entrever más de una vez su sombra en los recovecos de la Biblioteca.
En situación afrentosa aparece en tercer lugar el francés, con solo 9 obras. Hace no más de cincuenta años resultaría impensable. Si sumamos a los seis libros clásicos los escritos por Erasmo y Tomás Moro en latín, esa sería la cuarta lengua, con 8; seguida del griego, con 7, seis clásicos y uno moderno. El alemán cuenta con 6 representantes, el ruso con 4, el italiano y el portugués con 3. En último lugar, con una sola entrada, el danés, el sueco y el noruego. Más afrentadas aún se sentirán las demás lenguas occidentales que brillan por su ausencia.
El canon y los géneros
Los ejercicios anteriores son un entrenamiento para afrontar en forma la ponderación principal, la de cómo está representada en el canon la literatura misma, es decir, sus distintas especies o modalidades; para abreviar, los diferentes géneros literarios (v. Fowler, 1982; Bloom, 1994: 30-31). La primera cuestión que se plantea es si todos los libros de la lista son efectivamente literarios. ¿Lo es la Biblia, las Vidas paralelas de Plutarco o El Banquete de Platón? Sí lo son, a mi juicio, aunque no resulte fácil explicar por qué. Y lo es por tanto el canon que estudiamos.
Lo mismo que con el concepto de “Occidente” sucede con el de “canon” mismo y, tal como ya se vislumbra, con el de “literatura”: que es tan imprescindible definirlo o delimitarlo, para dotar de sentido a todo esto, como imposible hacerlo aquí y ahora. Nos vemos abocados así a trampear un poco con el sobrentendido para no renunciar a decir algo provocativo sobre el canon, que es de lo que se trata.
Para delimitar lo literario considero que el instrumental más convincente y claro (o más convincente por más claro) es el que proporciona Gérard Genette (1991) en Ficción y dicción. Estos son precisamente los dos criterios constitutivos —nada relativistas— de la famosa “literariedad”. Un texto es literario si su contenido es ficticio o si su dicción es poética, sin entrar a precisar lo que eso sea. El campo de la ficción literaria se reparte a su vez entre los dos modos de imitación aristotélicos, el narrativo y el dramático. Resulta así, pero mejor fundada, la clásica tripartición genérica, de raíz renacentista y promoción romántica, entre épica, lírica y dramática o teatro, narración y poesía: los tres géneros fundamentales constitutivamente literarios.
Pero Genette abre también una puerta al relativismo (poniéndolo en su sitio, no haciéndolo dueño y señor de todo) admitiendo un segundo criterio de literariedad, el condicional, que depende en último término de que la institución literaria dispense ese marchamo a determinadas obras, del tipo que sean y por los motivos que sean; obras que pasarán a ser literarias solo por eso, porque son consideradas así, porque se leen o se hacen leer como literatura. Entre este cajón de sastre (aunque legítimo) y los tres grandes géneros estrictamente literarios se reparte la totalidad de nuestra Biblioteca. Así que las categorías de Genette sirven, además de para definir el corpus como literario, para distribuirlo en su tipología más general.
Hagamos el recuento. La parte del león se la lleva ahora la narrativa, que ocupa más de la mitad de la lista, con 53 ocurrencias (que podrían llegar a 58 o más con criterios más laxos), de las cuales al menos 45 corresponden al concepto moderno de narración (novela, relato, cuento) y no al de poesía épica, y con una concentración aún mayor que la general en los siglos xix (con 17 obras) y xx (con 21), un total de 38, frente a las solo 15 que incluye desde Homero hasta el xix. Le sigue la poesía, que reduce su representación a menos de la mitad, 24 obras; más equilibrada si consideramos que supone la cuarta parte del total y son cuatro los géneros, y también en su distribución histórica: 2 poetas latinos, 4 medievales, 5 renacentistas y barrocos, 6 decimonónicos y 7 del siglo xx. Y por fin, ofendido y humillado, el teatro, con una representación exigua de solo 13 obras. Pero, eso sí, de las más indiscutiblemente canónicas de todas. Volveré sobre él enseguida.
En el cajón de sastre de los libros solo condicionalmente literarios encajan los 10 restantes. Predomina en ellos la literatura de ideas, lo que hoy llamaríamos ensayo, aunque ninguno lo sea propiamente, pues la secuencia temporal termina con los Pensamientos de Pascal, de 1670, lo que no deja de resultar curioso. ¿Por qué precisamente antes de la eclosión de la literatura de ideas propiamente dicha? Llama la atención también la ausencia de representación del pensamiento o la crítica literaria. Y eso que no faltarían excelentes candidatos. Y aunque hubiera de ser el «Dr. Samuel Johnson, el más avispado de todos los críticos literarios», según Harold Bloom (1994: 38).
El canon y el teatro
El canon teatral se abre con los tres trágicos griegos y Aristófanes, los canónicos por antonomasia; sigue con La Celestina, Shakespeare, Lope, Calderón, Molière, Racine, Goethe e Ibsen, todos intachables y de primerísima fila en el canon occidental; y termina con Bernard Shaw, quizás intercambiable por otros y único representante del siglo xx, tan sobredimensionado en poesía y sobre todo en narrativa y que cuenta con un espléndido plantel de dramaturgos entre los que elegir: Beckett, Brecht, Pirandello… Entre las rarezas cuya razón se me escapa está la preferencia de otros géneros para autores como Chéjov (Cuentos), Valle-Inclán (Relatos de la Guerra Carlista) o Beckett (Belacqua en Dublín). Asombra también la ausencia del teatro latino, del ruso, del italiano…
Pero lo que quiero evocar para terminar, con toda brevedad, es la caída del teatro, desde el centro mismo del canon literario, que ocupó como género durante mucho tiempo y hasta hace muy poco, hasta la periferia o la frontera, y a punto de cruzarla o de ser expulsado del campo literario (García Barrientos, 2011). La lista de Garrido no hace más que levantar acta de esta situación, tan desairada como general.
Es bien sabido que en la larga y fecundísima tradición clasicista, esto es, de la Antigüedad greco-latina hasta bien entrado el siglo xix, y a partir sobre todo de la Poética de Aristóteles, el teatro se considera el género literario por excelencia, la manifestación más alta, exigente y perfecta de la “poesía”. No sólo las poéticas clásicas, renacentistas o neoclásicas, de la de Aristóteles a la de Martínez de la Rosa (1827) entre nosotros, centran en el teatro su doctrina, sino que las revoluciones más o menos anticlasicistas, como la de Lope de Vega o la de los románticos alemanes o franceses, o el Discurso de Durán (1828), se plantean sobre todo también en el ámbito del drama. Hasta el siglo xix la polémica literaria por antonomasia es en nuestra cultura la polémica sobre el teatro.
El muy profundo cambio de valores que se produce a partir del Romanticismo, y en el que seguimos todavía inmersos, conducirá a la pérdida de la hegemonía del teatro como género literario, en beneficio de la lírica y de la novela. La poesía será a partir de entonces el modelo sublime de la dicción literaria y la narrativa el prototipo de la literatura de ficción. El teatro no ha dejado de perder terreno desde entonces. Es cada vez más raro, por ejemplo, encontrar en las convocatorias de premios literarios una modalidad de teatro: o desaparece en beneficio de los dos géneros canónicos o, lo que es todavía más significativo, resulta desplazado por nuevos géneros emergentes, como el ensayo o el periodismo.
Lo sorprendente es que el teatro mismo parece tan empeñado en renegar de la literatura como la literatura en desembarazarse de él. Y es que durante el siglo xx la puesta en escena conquistó, en una auténtica guerra de liberación, su plena autonomía como arte, frente a una concepción que reduce el teatro a una forma de literatura y considera el espectáculo un arte auxiliar e híbrido. Se entiende que para combatir el prejuicio literario hubiera que afirmar, sin pararse en matices, los principios opuestos. Pero se entiende menos que, a estas alturas, muchos escritores de teatro —y escritores hasta la médula, como los argentinos Javier Daulte o Rafael Spregelburd— afecten desdeñar el carácter literario de sus textos y los presenten como meros “guiones” para la representación. Yo creo que hay mucho de pose; aunque sea cierto que casi todos ellos son a la vez directores, actores, hombres de teatro. ¿Y no lo eran acaso Shakespeare o Molière?
Entiendo, en fin, que una vez ganada esa guerra justa, el teatro no tiene por qué optar entre ser literatura o ser espectáculo; puede reconocerse en la realidad más compleja y completa de ser espectáculo y literatura a la vez, plena y ventajosamente. Es hora de que los académicos recalcitrantes admitan que el teatro no es solo literatura y de que los teatreros montaraces reconozcan que es literatura también. La reconquista del terreno perdido en ella, es decir, en el canon de los géneros literarios debiera ser una de las tareas pendientes para el teatro del siglo xxi.
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En conclusión, hemos observado en el canon de Garrido, además de esta decadencia literaria del teatro, tres hipertrofias fundamentales en busca de explicación: la histórica de los siglos xix y xx, la del inglés como lengua canónica y la genérica de la narrativa. La razón de las tres tiene quizás que ver con ese profundo cambio al que acabo de referirme, que se produce en el pensamiento literario en las puertas del siglo xix con el Romanticismo y en buena parte en inglés.
Seamos justos. La lista de Garrido es una biblioteca ―y no propiamente un canon― de Occidente; una biblioteca que aspira a realizarse en forma de colección editorial y que se declara, en parte al menos, personal, o sea, de autor, o mejor, de lector. Y, como tal, resulta inobjetable. Todos los libros que contiene son valiosos, encierran un tesoro, sin excepción. Son seguros todos los que están, aunque, naturalmente, no estén todos los que son. Por motivos retóricos he leído la biblioteca como si se tratara de un canon y he jugado a confrontarlo con su doble teórico. Aunque este no fuera más que otra biblioteca personal, la mía, confío en que el ejercicio especulativo no haya resultado del todo estéril. Puedo garantizar que es inocuo del todo, lo mismo que la fabricación de cánones.
Sé que he hablado de ellos paradójicamente. ¿Pero se puede hacer de otra manera? No lo creo. Igual que no es posible establecerlos si no es equivocándose.
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Bibliografía citada
– Aristóteles. Poética. Ed. trilingüe por Valentín García Yebra, Madrid: Gredos, 1974.
– Bloom, Harold (1994). El canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas (Trad. Damián Alou). Barcelona: Anagrama, 2005.
– Durán, Agustín (1928). Discurso sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del teatro antiguo español. Ed. D. Shaw, Exeter: University of Exeter, 1973.
– Eliot, T. S. (1920). «Tradition and the Individual Talent», en The Sacred Wood. Essays on Poetry and Criticism. Londres: Methuen, 1960, pp. 47-59.
– Fowler, Alastair (1982). Kinds of Literature. An Introduction to the Theory of Genres and Mode. Cambridge (Massachusetts): Harvard University Press.
– García Barrientos, José-Luis (2011). «¿Qué representa el teatro, hoy?», Nueva Revista, 132, pp. 64-76.
– Garrido Gallardo, Miguel Ángel (2012). «La Biblioteca de Occidente», Nueva Revista, 137, pp. 72-82.
– Genette, Gérard (1991). Ficción y dicción (Trad. Carlos Manzano). Barcelona: Lumen, 1993.
– Hugo, Victor (1864). William Shakespeare (Trad. Carlos González). Madrid: Miraguano Ediciones, 2004.
– Martínez de la Rosa, Francisco (1927). Poética española. París: Imprenta de Julio Didot, 1834.
– Steiner, George (1989). Presencias reales. ¿Hay algo en lo que decimos? (Trad. Juan Gabriel López Guix). Barcelona: Destino, 1991.
– Torre, Guillermo de (1970). Nuevas direcciones de la crítica literaria. Madrid: Alianza.