Ilustración: Daniela Arbeláez Suárez
Entrar en el plumaje
Negra y pichona. Joven y parda. Adulta y mezclada: entre azul y púrpura. Algunas adquieren visos verdes y dorados en la parte inferior de las alas: iridiscentes. La Tingua Azul entra en su plumaje de muda en muda. El proceso es el mismo: las plumas nuevas empujan las viejas hasta dejarlas por fuera del cuerpo. Una piel dentro de la piel, una piel que expulsa la otra piel, una piel que ya no es piel. Se conoce muy poco sobre sus señales de envejecimiento. Imagino que a la caída de plumas le sigue la imposibilidad de mudar: que el cuerpo envejecido entra en un proceso que quietud y recogimiento. Luego vendría la pérdida de pigmentación: una especie de canicie, muy similar a la de los mamíferos. Así, el azul y el morado se volverían grises, los visos verdosos y dorados pasarían a ser blanquecinos y, siendo la vejez más o menos uniforme en todos los cuerpos, no habría más plumaje al que entrar. Toda vida y toda muerte se produciría desde adentro.
ZZ y ZW
Tingua Azul, Calamoncillo americano, Gallineta Morada, Pollón Azul, Pollona Morada, Calamón martinica, Gallito Azul, Tagüita Morada, Gallareta Azul, Purruta, Cheleca, Tuntuna o Gallareta Morada. Se les nombra distinto en cada país, casi siempre siguiendo la forma del femenino. Contrario a esto: la diferencia sexual de las Tinguas Azules es imperceptible para la mirada humana. Entre las hembras y los machos no hay distinción de color, forma o tamaño. Ave sexuada sin dimorfismo sexual. Habría que espulgar entre las plumas hasta llegar al pellejo, introducir una jeringa, extraer una muestra de sangre, llevarla al laboratorio y hacer una prueba de ADN para averiguar el sexo. Si el resultado es ZZ, es macho; si es ZW, es hembra. No hay cromosomas X ni Y en esta especie.
Lo que no distinguen los ojos humanos sí lo distinguen los oídos de las Tinguas Azules: los machos graznan, casi roncan, casi se desgarran en gritos; las hembras silban, casi pían, casi entonan melodías. Macho es el casi rugido y hembra es el casi canto.
El otro del otro
A las Tinguas Azules se les nombra, además, por lo que no son: pollos, gallos, gallinas o palomas. Me pregunto si se trata del deseo humano de sacarlas de ese mundo feroz y ajeno en donde viven y meterlas en el galpón: enjaularlas y domesticarlas. O si es, más bien, un impulso por volver a los animales —no humanos— uno solo y por nombrarlos como esos otros que ya hemos hecho nuestros. He visto el mismo fenómeno cuando se trata de distinguir la flora de las ciudades: todos los árboles, sin importar si son arrayanes, caucheros o nogales, pasan a ser pinos y cedros.
Dibujo las hojas de los cedros de la misma forma en la que dibujo cualquier pájaro: con dos líneas curvas interceptadas en un punto medio.
Ser en suspenso
La construcción de nidos —si es que hay— es un proceso desconocido en las Tinguas Azules. Cuando no hay certeza se recurre a la especulación. Un nido podría estar hecho de la unión de ramas cortadas y enredadas; podría también ser una especie de cuenco de barro endurecido por la baba espesa y reiterada de la madre; podría incluso contener plumas de pájaro, pelo y paja como mecanismo térmico y de camuflaje. La elección de materiales varía en cada especie y depende de los recursos disponibles. En todos los casos, hay un artificio de la hembra; en algunos, también del macho. Anidar es anudar. Se anudan líneas, se anidan ramas. De la línea al nudo; de la línea al nido. Es un gesto repetido, y corporal, que pasa por el pico y las patas, al que se integran el cuello y las alas. Algunas aves lo llevan a la compulsión: tardan días en la elección del lugar, en la búsqueda de los materiales y en la terminación. La expulsión de los huevos puede incluso ocurrir durante este período.
El órgano por el que salen los huevos del cuerpo de la hembra, una vez la corteza es firme, es la cloaca. Es también el orificio por el que se excreta la orina y las heces y la zona sexual que permite el apareamiento. Es flexible: se ensancha y se angosta. A través de él se da el paso del mundo interno, en la madre, al mundo externo, fuera de la madre. Pero no es un momento decisivo en el paso del mundo prenatal al mundo posnatal. Nacer es el acto por el que los pichones rompen un cascarón. Hacen un hoyo en una corteza, no salen del cuerpo de la madre, lo que complica el modelo humano de concepción, intrauterina, y nacimiento, extrauterino.
El huevo en incubación parece estar en un intermedio, como ser en suspenso.
Aves del agua
Pez, pescado. Larva, renacuajo. Juncos, algas. Huevos. Rasgan y trocean. De las garras al pico rojo, con punta amarilla, arrastrados por una lengua puntiaguda hacia el esófago. No mastican: engullen. El alimento ensalivado pasa al buche y llega al estómago ya ablandado, para ser derretido por los jugos gástricos y transformado en secreción viscosa. El proceso digestivo empieza, en realidad, por los ojos: que no solo miran de forma aguda un punto, sino que dirigen el cuerpo hacia él. Las Tinguas Azules ponen los ojos en el agua para sacar moluscos; ponen los ojos en el horizonte para seguir las corrientes de viento; ponen los ojos en la tierra para sacar lombrices, desenredar ramas y agarrar semillas. El cuerpo continúa la mirada.
Son aves acuáticas. Corren entre aguas pantanosas, no muy profundas. Saltan sobre hojas hinchadas de agua a las que han llamado nenúfares, mangles y lentejas acuáticas. Se zambullen: una vez las patas están dentro del agua, la mirada queda casi al ras de la superficie. Sumergen la cabeza. Las plumas se pegan al pellejo, al puro hueso, y para despegarlas sacuden el cuello, la cabeza y las alas. Se picotean las plumas en un acto de acicalamiento. Entre el vuelo y el nado recorren grandes distancias. Traen y llevan consigo yemas, bulbos, tubérculos y esporas, a veces adheridas al propio cuerpo, a veces en el tracto digestivo. Son aves dispersoras. Hacen su propio clima: le dan forma, extensión y duración a los entornos que habitan. Hacen su propio lugar: alteran el espacio al que llegan y se involucran con quienes lo habitan (bacterias, hongos, plantas, otras aves, mamíferos, y más, muchos más). Hacer mundos parece entonces una actividad que no es exclusiva de los seres humanos.
Queda casi desvirtuada la formulación que años atrás hizo Berger sobre los animales, “cuanto más sabemos de ellos, más se alejan de nosotros”. Más bien: cuanto más sabemos de ellos, más se enredan con nosotros.
Aves del viento
Migran cada año del norte al sur y del sur al norte cuando los árboles se quedan sin hojas y el alimento se vuelve escaso y competido. Regresan para primavera, con la explosión de semillas, flores e insectos.
Allá en el cielo no son una: son multitud. Se vuelven generales, sin formas propias. Crean un cuerpo entero que sigue rutas precisas, se pliega a las corrientes de viento, las recorre, las tuerce y también las deja atrás. Su vuelo sugiere cierta facilidad en el movimiento, pero la densidad de su cuerpo y la longitud de sus patas, implica, sobre todo, una gran fuerza. Del piso se elevan a empujonazos, con el impulso de las patas y el abrir de las alas, pero una vez alcanzan altura la jugada es con el viento. Vuelan en formación, haciendo un pico en el cielo. La primera muerde el viento e impone la dirección. Las de atrás le siguen sin reproche. Aves del viento. Se montan en las estelas de aire que dejan sus alas y las intensifican.
En algunas ocasiones, vuelan de día, orientadas por el sol; en otras, vuelan de noche, orientadas por las estrellas. Su morfología tiene la misma minucia que la brújula: la línea que hay entre el pico y el cerebro les funciona como aguja imantada y les indica el norte magnético. Me digo a mí misma: estiran el vuelo buscando un sol alrededor del cual gravitar. Vuelan sobre un cuerpo esférico y también vuelan sobre una superficie que ven desde arriba. Ahí en donde el ser humano ve un conjunto de planos, las Tinguas Azules ven rugosidades. Su visión binocular permite distinguir el relieve, incluso a largas distancias.
La vida les ocurre entre líneas.
Todavía llegan pájaros
Antes de la Sabana, hubo humedal. Ahora es Bogotá. Quiénes se fueron, quiénes llegaron, quiénes pudieron permanecer. Todavía quedan pájaros. Quiero decir: todavía llegan pájaros.
Entre octubre y marzo, descienden las Tinguas Azules, que vienen en vuelo desde los Llanos Orientales, a veces, desde más allá: Canadá y Argentina. En Bogotá, habitan las dos superficies verdes más grandes, El Parque Simón Bolívar y el Jardín Botánico. Otras migran hacia los bordes: la Sabana, los cerros y los humedales que no han sido consumidos por los parches de caucho quemado de las autopistas ni por el cableado, más o menos desordenado, de corriente eléctrica. Con menos suerte, algunas pierden su grupo y quedan atrapadas en terrazas, jardines y autopistas. Bogotá ha estado en su ruta migratoria desde antes de que fuera Bogotá.
Patas amarillas
La primera vez que vi una Tingua Azul fue en el parque de mi conjunto, justo en el árbol por el que solía treparme para pasar al parque de afuera: dotado de más juegos y mucho más concurrido por niños. Fue el mecanismo que me ingenié para no decirle mentiras a mi madre cada vez que llegaba a casa y me preguntaba si había salido de la portería. El problema, por supuesto, era sobre cruzarla: salir del conjunto a la calle. Pero como ella elegía no ser directa con las preguntas, yo elegía no ser precisa con las palabras.
La división entre parque y parque era una reja de acero oxidado que finalizaba en alambrado puntiagudo. Impenetrable por donde se mirara. Sin embargo, resultó que las púas se fueron desplazando y clavando en el tronco de un viejo sauco, cuyas ramas se extendían más allá de la reja, hacia la calle. Lo llamamos El Puente.
El día que vi por primera vez a una Tingua Azul fue acomodada en una de las ramas de El Puente. La habría confundido con una paloma, por su color marrón, si no hubiera visto primero esas patas amarillas y largas. Trataba de enroscarlas entre las ramas del sauco, pero la diferencia entre la longitud de sus dedos y el grosor de la rama era insondable. Así que optaba por ubicarlas en paralelo. Ceñirse a la línea de la rama. El ave, como yo, difícilmente mantenía el equilibrio.
Mi presencia apenas le inquietó: me miró con un ojo, luego con el otro, abrió las alas, zigzagueó de una rama a otra hasta encontrar un lugar y se envolvió toda entre las alas. Su cabeza agestada fue lo único que quedó a la vista. No le quité la mirada. Sus ojos rebotaban entre mi cuerpo y todos los que venían tronco abajo. Le hice señas a mi hermana, que estaba detrás mío, y ella al niño de atrás y el niño de atrás al de más atrás, hasta que uno no aguantó y gritó: hay un águila en El Puente. Me lancé al otro lado de un salto y dejé al ave en el árbol. Vinieron los niños de la calle. ¿Es un águila? ¿Te mordió? No pueden morder porque no tienen dientes. ¿Te arrancó el dedo? Se fue volando, la acabo de ver. Se llevan a los niños. No, no es cierto, no seas estúpido. Se alzan los conejos. Escarban la tierra por lombrices. Vuelan en grupo. Si hay una, es porque hay otras escondidas.
Con tantos gritos, se acercaron algunos adultos y uno de los más jóvenes dijo saber sobre aves. Se trepó por la reja a El Puente y agarró al ave por las alas. Es un Tingua Azul, dijo, y está de viaje. Nos dio instrucciones: conseguir una caja, un bolígrafo, un plato con agua, una pizca de azúcar y tres cucharadas de arroz, crudo o cocido.
Esa tarde hicimos de la caja un nido, al que llenamos con hojas y raíces. Habría puesto caracoles, lombrices, gusanos y marranitos, pero no me fue permitido. En la noche, el joven se la llevó a casa con el propósito de liberarla en el Jardín Botánico. Desde ese día empecé a contarles a todos, a quienes me preguntaban y a quienes no, que la Tingua de El Puente fue mi primera mascota. Volví varios días al año siguiente, a ver si la encontraba o si ella me encontraba a mí, pero nunca regresó.
Texto editado por Laura Duarte.

Paola Andrea Buitrago Cardona (Bogotá, 1997). Estudió Antropología en la Universidad del Rosario en Bogotá. De la etnografía saltó a la crónica y de la crónica a la ficción. Actualmente vive en Nueva York.