Ilustración: Juan Martín
Y es que ella hablaba, hablaba y hablaba de lo maravilloso que era el tipo. El tipo en cuestión tampoco me ayudaba a digerir mejor el tema. Si la semana pasada le había cogido con ganarse un dinerito extra vendiendo cargadores falsificados a doscientos pesos. A ella se le había dañado el suyo y, bueno, él le cobró los doscientos míseros pesos. Una joven sin trabajo, que se mudó de ciudad solo para estudiar una carrera que tal vez ni le fuera a dar un empleo con el que pagar el préstamo universitario. Doscientos pesos equivalen a dos empanadas y un jugo de avena con limón de los grandes.
Mientras lidiaba con mis propios problemas, como abrir el sofá cama de mi abuela, ella abarcaba el tema de la llamada con una descripción exhaustiva del comportamiento tan considerado de su nuevo amorío. Que le iba a conseguir un trabajo en un cortometraje de terror para el que lo habían contratado. Otros pesitos extra. Sin embargo, como no se ponen todos los huevos en una misma canasta, el otro personaje digno de hacerle competencia al de los doscientos pesos, no era otro más que el futuro ingeniero. Un tipo que recién le estaba tirando por Instagram para que salieran a tomar al bar. El mismo en el que se conocieron por el cumpleaños de la roommate de ella. Él solo le tiraba por las noches, casi en las madrugadas, para que saliera de su casa y se le uniera en sus shots. Ella decía que no le molestaba pasar ese tiempo con él, luego añadía que si le tapaba la cara, con el cuerpo que tenía le bastaba.
Y es que la batalla por el gran conquistador iba mucho más a fondo. No solo entre el de los doscientos pesos o el ingeniero, sino que también había un tercero, el tipo de la infancia que no pudo haber elegido mejor momento para su entrada. Este último era uno o dos años menor que ella y su abuela lo amaba. Eso eran puntos extras. Tal vez lo quería más a él que a su propia nieta, pues ella se negaba a ir a misa los domingos y no comía su tan famoso pollo guisado. Solo las habichuelas, el arroz blanco y un poco de ensalada con aguacate al lado.
Si de los tres hablaba, yo entendía que el primero era el vago con complejo de artista. El segundo era el fuerte y alto que su único hobby era salir de fiesta. El tercero era el niño lindo de ojos claros que terminó teniendo por apodo “el bizcochito”, porque le faltaba tiempo en el horno. Ya me sabía esta charla, lo que los tres hacían y dejaban de hacer. Nada nuevo. Aunque fueran personas diferentes, seguía siendo el mismo sazón con distintas recetas. Le sucedía a mi amiga rubia de ojos claros, a la morena de pelo rizado, la de lentes con fondo de botella, la otra de melena larga, la del trasero grande, la chata, la que anda a pie y la de la jeepeta. Todas tenían historias de sus pretendientes, los novios, los que nunca fueron, los exes y los que todavía proclaman la existencia de unas llamas que no se han apagado. No importaban las novedades de cuantas rosas les regalaban, si pasó hace una hora o dos minutos, o como en ese momento me encontraba, a 3 horas y 30 minutos en avión. Era siempre la misma vaina.
No mentiré. La mayor parte del tiempo era entretenido estar ahí para ellas, pero había días en los que solo quería taparles la boca y decirles: amiga, date cuenta. ¿Qué muerto de hambre le cobra esos doscientos pesos a la chica que quiere de novia? ¿Qué idiota le cuenta que ella fue su última opción del grupo entero de amigas? ¿Qué inconsiderado no responde los mensajes de alguien a quien le habló primero? ¿Qué lacra solo aparece a las 2 de la mañana para enviar una nota de voz con música a todo volumen de fondo preguntando si quieres dar una vuelta? Para luego, por tres días pisados no volver a escribirte más. Pero, ¿quién soy yo para meterme en los asuntos del corazón ajeno?
—Y es que no te lo vas a creer —seguía ella con el cuento—. Cuando salí al bar con el ingeniero, me encontré con el tipo este, el abogado que se cambió de carrera.
Tras uno de los respiros más silenciosos que he dado, le digo desde el fondo de mi alma, con la mayor consideración que me es posible en un momento tan sensible:
—Amiga, ya cállate.
Al otro lado de su wifi tercermundista, me respondió para atrás con un:
—Sorry.
No hubo oportunidad para vivir en la incomodidad del terreno que yo misma había creado. Un timbre intermitente cortaba la llamada que venía de lugares donde por más que se bregue, no se consigue una conexión decente. Por desgracia de la vida, la señal regresó.
—Entonces sí sucederá amiga —dijo. Como si estuviera terminando el gran discurso de apoyo que gracias al universo me perdí—. ¿Qué más te puedo decir? Como quiera todo esto es un drama que te ahorras.
No necesitaba consuelo. Tampoco pena. Mucho menos entendimiento a una desesperación inexistente. Aunque, ¿que alguien intente ganarse mi atención, mis respuestas y tiempo? O más increíble aún, ¿que alguien diga que me encuentra bonita? ¿Ya para qué? La validación de otro no debería de darme o quitarme valor. En fin, por más claro que tuviese que no necesitaba de alguien más para sentirme especial, era la falta de ese evento tan regular en la vida de otros lo que aumentaba la ausencia en la mía.
Hasta el día de hoy, la gente se sorprende cuando les digo que no he dado mi primer beso, que no he salido a una cita, que nadie me ha invitado a un café y mucho menos me han escrito a altas horas de la noche con otras intenciones más allá que para pedirme la tarea. Lo que me dicen es que tal vez yo soy el problema, que mis estándares están muy altos, no salgo lo suficiente, no tengo confianza o corto a la gente en seco. No. No necesito de nadie que me quite mi paz, me responda solo a las dos de la mañana, me cobre doscientos pesos por algo que pude haber comprado original o que mi familia adore más que a mí misma. No necesito nada de eso en mi vida.
—Pero sería lindo que sucediera —reconocí al otro lado de la línea, desde el otro extremo del mar—. Aunque sé que no va a pasar.
Tampoco que fuera el fin del mundo, si apenas estaba entrando a mi segunda década. Donde los más adultos repiten como consuelo: tienes toda una vida por delante, no te desesperes. De todas formas, siempre me han dicho que salí a mi abuela, no en que tuvo su primer hijo a los dieciséis, sino que siempre ha tenido una vena dramática.
—No sabes.
—Sí sé —aseguré. Estaba demasiado segura. Tan segura como el sentimiento de que moriré joven.
—Bueno… —ella se quedó buscando alguna idea que yo estaba lista para refutar—. ¡Es que yo tampoco entiendo por qué no te pasa! Si yo fuera hombre…
Esa frase no fallaba en sacarme una sonrisa. Tampoco era la primera vez que una amiga me expresaba su consuelo de esa manera. Como si nada encaja, porque solo una mujer es capaz de ver lo que los otros se pierden. Como si hubiese una solución ficticia a algo que no debería de ser un problema.
—Oye —le interrumpí, más por el bien de sus sentimientos que por los míos—. Mañana me puedes seguir hablando del tipo que no recuerdo para nada. Me lo tienes que contar sí o sí, pero hoy no. Y no me tienes que decir nada para atrás, porque serán las mismas dos respuestas: tienes que salir a buscarlo o llegará por su propia cuenta.
Ella suspiró. Era tiempo de que se ubicara. Yo era la que debería de suspirar. Yo era la que debía poner en duda su físico, su personalidad, sus gestos, su sexualidad y forma de vestir. Yo debería de ser la que expresara su frustración, pero ahí estaba. Dándole consuelo a la que tenía a los tres cerditos detrás del lobo.
—Encenderé una velita y haré algo de brujería —por esta otra razón era que su abuela católica no la quería tanto—. Manifiéstalo tú también. Haz una lista y ponla debajo de la almohada…
—Gracias por las instrucciones —le dije en broma. Pero una parte de mí que no creía, pero creía lo suficiente, pensó que nunca se pierde nada exteriorizando lo que se desea.
Y así fue como casi a las tres de la mañana, en el sofá-cama ya abierto de mi abuela, en la ciudad de Nueva York, dije en voz alta sin temor a que se despertara:
—Ojalá y el universo tenga algo que probarme. Ojalá y me demuestre que, en esta ocasión, yo estoy equivocada.
Cerré la llamada con un bye cuando escuché el timbre que buscaba con desespero un wifi del que agarrarse. No sé si mi amiga me escuchó, pero me gusta creer que sí. Eso haría lo que pasó al día siguiente mucho más interesante.
Con apenas unas horas de sueño y una blusa que justo había comprado el día anterior, mi prima me recogió para ir a visitar un museo de esos que pocos conocen. Teníamos como dos años sin vernos. Ella me puso al tanto de su drama con Apple, Megamind y el otro nickname que no recuerdo. Tres chicos de nombres básicos, pero que era mejor nombrar de otra forma, incluso en una ciudad tan grande por si las moscas. Jamás llegué a entender la conexión de los tres con sus apodos. Cuando había acabado de contarme el drama, concluyendo que se daría un tiempo de las citas y los chicos, me tocó a mí hablar de los dramas entre los tíos, las otras primas y lo que estaba pasando con mis amigos en mi pequeña isla. La conversación estuvo botando chispas desde que dejamos el apartamento, entramos a la estación, nos montamos en el tren, hasta que pasamos de largo nuestra parada.
Mi padre siempre me ha dicho que al andar por Nueva York tengo que caminar derecha, que no me atreva a mantener la vista solo en el suelo. En una ciudad tan caótica como esta, tenía que estar alerta. Por eso, cuando nos desmontamos para recuperar la ruta que nos llevaría a nuestro destino, no se me pasó desapercibido cómo un chico de pelo rubio, largo, tapado por una gorra echada para atrás y una mochila negra, nos siguió con la mirada. Esas cosas pasan, es normal que dos chicas solas llamen la atención de otra persona, aunque también es normal que desde los más viejos hasta los más jóvenes sigan las caderas de mi prima cuando les cruza por el lado. Así que no me detuve, pero sí me di cuenta. Como mi padre me había enseñado, mantuve la cabeza en alto y alerta.
Cuando ubicamos el tren que teníamos que coger para regresar a la ruta original, veo al mismo chico rubio, pelo largo, gorra y con una mochila negra. El mismo que estaba esperando el tren del que nos desmontamos. El mismo que debió de subir al vagón en que nos la pasamos chismeando, pero ahora estaba subiendo las escaleras al lado de mi prima. Y no es sino cuando preguntó cuál tren estábamos buscando y la pendeja le respondió, que yo le agarré el brazo a ella, se lo halé, se lo quería hundir hasta el otro lado de la tierra. Y le dije con mi mirada, ella tenía que entenderlo, ella era de aquí, ella también tuvo que haber escaneado su alrededor y darse cuenta que algo no estaba bien. Que este chico tenía una camiseta demasiado estrujada, que su mochila estaba casi vacía, pero, sobre todo, que él no se subió al tren que estaba esperando, sino que ahora iba a coger el que iba en dirección opuesta. Mis ojos ya gritaban hasta que temblaban. Solo decían una sola cosa: hoy no llegaremos a casa, voy a morir joven.
Entonces él hizo otra pregunta, pero en esta ocasión giró todo su cuerpo hacia nosotras. Estábamos arrinconadas, no podía saltarme las escaleras, ni que fuera tan atlética. Si salía de esta viva, era mi padre el que me mataría por ser tan pendeja. Por dejar que un extraño nos siguiera. Por no decirle nada a la policía. Y de no haber un oficial, entonces a un extraño, mejor que fuera mujer, mejor que se viera latina, mamá, alguien normal. Pero no había nadie que se viera así de normal en la estación. Mi prima era la neoyorquina, ella debía de ser la salvadora. Yo era la turista. Yo solo quería volver a casa. Entonces, no supe si mis ojos gritaron tanto que hasta él los escuchó. No supe si mi silencio fue lo que más le envalentó a preguntar lo que preguntó:
—Which one is your zodiac sign?
Me dije, esto no es un ladrón, ni asesino, sino un loco.
—Taurus —respondió mi prima. Yo me quedé callada, entonces ella respondió por mí—. She is Aries.
Nací un lunes santo 17 de abril del 2000 a las 11:17pm. Mi madre duró un día entero tratando de traerme al mundo de forma natural, pero no pudo. Mi abuela le tuvo que rogar a mi padre para que firmara los papeles de la cesárea.
—Mi hija se va a morir —le decía—. Y será su culpa.
Pero sí nací y cuando lo hice, toda morada por la asfixia, la doctora les informó:
—Ella nunca iba a nacer normal. Cuando estaba lista para salir, giró la cabeza y la puso de frente. Esa niña quería nacer dándole la cara al mundo, de cara al Sol.
Desde ese día hasta hoy, mi padre ha dicho que debí de llamarme Sol. Tal vez estar cerca de la muerte iluminó a mi madre para que no le dejara hacerlo, porque conchale, estaba difícil criarse con solo tres letras por nombre.
Según el horóscopo, mi Sol es Aries, fuego, el primer signo zodiacal. Más de ahí no sé. Jamás seguí el horóscopo más allá de lo que Walter Mercado le decía a mi abuela cada noche con mucho, mucho amor.
En esta situación se veía a tres leguas que entre horóscopos y los trenes de Nueva York, el loco me llevaba millas, tal vez incluso al mismo Walter.
—I knew it —él sonrió.
Se volteó la gorra que tenía viendo hacia atrás y lo supe. Supe que no llegaría a casa. Supe que mi padre estaría decepcionado. Supe que si por obra de los espíritus y sus constelaciones sobrevivía, mataría a mi prima. Y es que, ¿por qué cojones su gorra decía Aries?
—I knew it from the moment I saw you. I felt it —dijo con su confianza de locos.
Claro que lo sintió. Sintió que yo sería su próxima víctima. Pero luego, se puso peor. El universo ese día me respondió con un: I gotchu sis.
—Your energy, your vibes, there is something around you. You are amazing. You are beautiful. Let me take you out please —decía sin darme chance de hablar. Él hablaba, hablaba y hablaba. Tampoco que yo le fuera a responder—. I am a really good guy. I stay at home all day, I like playing videogames, walk the park and smoke weed, a lot. I won’t play you. I’ll respect you. Please. Let me take you out.
El loco no paraba de hablar y mis ojos se habían rendido. Si ni siquiera podía ver la cara de mi prima, porque él me acaparaba todo. Él y el universo eran lo único que ocupaba mi mente en ese momento. Cuando se entró en la misma cabina casi vacía que nosotras, siguió su discurso. Esta vez para describirme, como si mis energías, chakras, constelaciones y todo le diera acceso a desnudarme el alma.
—…but at the end, she is actually very sweet. Right? —le preguntó a mi prima. El loco ni siquiera mantenía una conversación conmigo. Él sabía todo, así como que yo no le iba a responder nada de lo que me preguntara.
—Yes, she is exactly like that —mi prima le respondía. No supe si era una estrategia para sobrevivir hasta la siguiente parada, pero parecía un interés genuino por parte de ella o solo una técnica para grabarse todo el chisme.
El loco se quedaba por ratos en silencio, pero en ningún momento dejaba de mirarme, estudiarme, contemplarme. Se retorcía como un cachorro en el asiento del frente. Justo como hacen los perritos cuando quieren jugar con los sentimientos de su humano para que no deje de sobarles la panza.
—I bet you have a beautiful smile — he said. La de él, no recuerdo cómo era. De seguro tenía todos los dientes. Era joven, no estaba loco, pero sí tostao’ de estar tan high.
—Where are you from?
—DR —dije yo.
Ya era suficiente del drama. Tampoco que me gustara tanto. El universo me malentendió. Si hablaba, él se callaría. Eso era. Esa era la respuesta.
—I love DR women —él continuó con su muela. Solo me quedaba esperar que las puertas del tren se abrieran—. But no puerto ricans. They are crazy.
Vi a todos lados después de lo que hizo. Los tres otros seres vivos que iban en nuestro vagón no se daban cuenta o elegían no hacerlo. El cuarto ser vivo, la cucaracha de la esquina tampoco quería involucrarse mucho. No los culpo. Para comenzar, yo ni me hubiese subido, pero aquí estaba, frente a él, subida en el tren. Nada me iba a salvar, solo el tiempo. Aunque supe que estaba el doble de perdida cuando él nos enseñó su piel debajo de sus telas estrujadas. Y era grande, mi primera vez viendo algo con tanta textura, casi como piel sobre piel y pensé lo profundo que debió de ser para estar así.
⎯ That was my ex-girlfriend —señaló sus costillas. Se volvió a bajar el suéter después de mostrarnos la apuñalada que le había dejado de recuerdo la puertorriqueña—. She was crazy, but my mom loves dominican women.
Su mamá tiene buen gusto. No la culpo, o sea, además de que aquí estamos en todas partes, es que tienen la fama de una combi’ completa, además del otro combo de que limpian, cocinan y bailan.
En ese punto ya no podía esperar solo por las puertas del tren, sino porque llegara la noche para contarle a mi amiga de ayer lo que pasó hoy. Cómo el universo me probó que me podía equivocar. Al fin y al cabo, no moriría tan joven.
Con todo y todo, la locura del tipo, el fanatismo zodiacal, el efecto de la marihuana y el caos de Nueva York, no dejaba de preguntarme una y otra vez: ¿por qué hoy?
—Tenías que haberle dado tu número cuando te ha preguntado —me dijo mi amiga ya por la noche. A ella solo le interesaba un detalle—. ¿Pero era lindo?
—Que no. Un basic white dude.
—Ah no, si no era lindo entonces no.
—¿Ves la película Frozen? ¿El rubio? ¿El novio de Ana?
—¡Pero él es lindo! ¿Ni el Instagram le diste mujer?
—No, tampoco.
—Entonces el universo te da justo lo que pides y decides ignorarlo —su frustración otra vez sobrepasó la mía—. ¿Ves que eres tú el problema?
El pitido del wifi inestable salió otra vez. Tal vez el problema está en mi país, donde yo tengo peor internet que ella. Donde no soy exótica ni tengo ninguna de las combis completas. O tal vez no, tal vez era que alguien tenía que estar bien high para darse cuenta de mi presencia.
No sé qué fue lo que pasó la noche anterior, si mi amiga encendió la velita o escribió la lista por mí. Lo que sí sabía con certeza era que cuando las puertas de ese tren se abrieron, vi la gloria. No diré que no me conmovió. Justo por eso le di las gracias cuando puse un pie fuera de ese tren. Me negué a inspeccionar mi alrededor, estar alerta, no quería confirmar si otra vez me seguía los pasos. No lo hizo.
Una vez en la calle, mi prima me preguntó:
—What the heck was that?
—Pero deja que te cuente lo que pasó anoche —le respondí. Si le contaba lo que le había pedido al universo, no me lo iba a creer. Nadie me creería incluso lo que pasó hoy, pero qué puedo decir, sí vivo del drama—. You won’t believe me.
Esa noche, otra vez en el sofá-cama de mi abuela en Nueva York, tomé la iniciativa de hacer algo que hacía años me rehusaba, revisé mi horóscopo. Escogí uno en español de esos que la página web es morada, extravagante y llena de constelaciones. Al estilo Walter Mercado. Nunca creí en él. Sigo sin hacerlo.
Gracias a la conexión de internet tan potente, la página cargó con todo e imágenes en movimiento de una vez. El título del horóscopo para Aries decía en negritas: Hoy recuperas terreno que creías perdido en el amor.
Sally Brito Morel (República Dominicana, 2000). Storyteller graduada de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, STI. Dedicada a construir historias de ficción y no ficción sobre los cimientos de su cultura y las generaciones más jóvenes. En 2020 cursa el Diplomado de Periodismo Internacional dirigido por el Instituto Tecnológico de Santo Domingo y la Embajada de los Estados Unidos, al mismo tiempo que estudia Guion Cinematográfico y Literatura Moderna en la Universidad de Brunswick, Canadá. Publica su trabajo de investigación a principios del 2021 sobre el “Impacto de las películas juveniles en la construcción de la identidad de los adolescentes” donde presenta como proyecto final una radionovela juvenil inspirada en su primer libro y cortometraje “Nouva: último curso”. Actualmente, desea seguir capturando momentos cercanos a su realidad en cada plataforma audiovisual posible y así crear su propio universo transmedia.