En la primavera de 2014, Teresa Ralli y Manuel Rubio, miembros fundadores del mítico colectivo teatral Yuyachkani, visitaron NYU invitados por la Maestría como parte de un curso a cargo del profesor Rubén Ríos. En esa oportunidad los estudiantes no solo tuvimos el privilegio de presenciar una Antígona intensa, bella, latinoamericana, en la versión del gran poeta José Watanabe, sino que también asistimos a una clase magistral sobre la construcción de personajes, “El desmontaje de Antígona”, que ustedes pueden ver en los archivos web de la Universidad. Era Antígona, la tragedia clásica, pero también era una historia sobre la violencia en Perú, una historia sobre el terrorismo y sobre la ausencia. Para construir estos y otros personajes Ralli y Rubio recurrieron a una técnica que llamaron “acumulación sensible”. “En la acumulación sensible”, explicó Rubio, “nos preparamos para dejarnos sorprender por lo que sucede en el entorno, por lo que hacemos solos y por lo hacemos con los otros, por lo que vemos, lo que oímos, lo que asociamos, por aquello desconocido que de pronto aparece y lo hacemos nuestro”. Y ahora que lo pienso, ahora que me preguntan cómo describiría el impacto que tuvo la Maestría en mi oficio, que es la escritura, y en mi vida, solo puedo pensar en aquellas palabras. Un efecto que operó por acumulación sensible.
Hay momentos que nos marcan, que se vuelven inolvidables en la piel fina y quebradiza del recuerdo: el poeta Zurita, algo encorvado y vestido con un traje de paño gris, en el curso de Neobarroco, resumiendo el impulso originario del poema con tres adjetivos: “el hecho incomprensible, perplejizante, inconmensurable, de que vas a morir”, y cómo su voz perdió cualquier rastro de temblor, se hizo fuerte y firme al momento de leer sus poemas. Estábamos asistiendo al triunfo de la poesía sobre cualquier otra cosa, sobre la muerte incomprensible, perplejizante, inconmensurable.
Pero la acumulación sensible también se hace de cosas cotidianas, el trayecto diario en el tren que cruzaba sobre las vías de Queensboro Plaza; las conversaciones con un estudiante de español que practicaba una extraña técnica de privación del sueño; la música omnipresente; un cordero desollado colgando en una vitrina de Astoria con un cartelito que rezaba: No credit cards accepted; un mural de Sol LeWitt como una vertiginosa constelación geométrica; las mujeres de Flatbush hablando en creole y ese hombre al que mataron a tiros frente a la puerta de mi primera casa, la misma donde unos días antes yo había acometido el asesinato de un ratón; la novena sinfonía de Malher en el Lincoln Center y el papel de un caramelo desplegado en la última nota, estrujando el silencio inolvidable; el agua helada de Maine entumeciéndome los huesos, y entender que el dolor también es ausencia (un miembro fantasma), en la orilla una canoa como un perro olvidado y ese ruido del agua que se aparta con el filo limpio de un remo; “en Nueva York aún era invierno”, dice Jonas Mekas en su diario, “pero el viento estaba lleno de primavera”. La acumulación sensible no puede enumerarse sino con un símbolo (∞): el uróboros, alimento de sí mismo; el analema, pedestal para un reloj de sol.
Hablar de influencias no es posible sin mencionar a las personas: los compañeros devenidos en maestros. Cada uno había llegado de lejos, con su imaginario, su tradición literaria y su lengua para conformar una comunidad marginal en el centro de Nueva York. La “amalgama de hablas”, a la que se refería el poeta Kózer (que también nos visitó), cobraba vida en el salón de clase, cada localismo era tierra de nadie, tierra de todos. “Las palabras se internacionalizan, se vuelven aldeas globales (…). Lo moderno ahora es hablar Babel”. La ciudad entera hablaba Babel, aunque la literatura hablara siempre el mismo idioma.
Solo se puede escribir
de amor
o de muerte
(dice Kozer)
pero el amor
es muerte repetida
a diario
Sergio Chejfec nos abrió a la lectura de algunas de las nuevas voces más interesantes de la narrativa iberoamericana, autores como Juan Cárdenas, Mercedes Cebrián, Valeria Luiselli, Lina Meruane y Patricio Pron dialogaban con representantes ya indiscutibles del canon literario “Lado B”: Mario Levrero, Mario Bellatin, Sergio Sant’Anna, Jorge Barón Biza, Felisberto Hernández, entre otros. La horizontalidad entre obras recientes y obras legitimadas ayudó a implosionar las nociones acartonadas de lo que debía ser la literatura y abonó el terreno para la experimentación formal. Imbuida de ese espíritu, comencé a escribir una crónica sobre mis años en Buenos Aires, a partir de un encargo de la escritora Lina Meruane para su colección de Brutas Editoras. Bienes muebles (luego publicada en España y Uruguay como La ciudad invencible) fue el resultado de ese experimento, una novela que exploraba el cruce de géneros, a medio camino entre el diario, la ficción, la viñeta y la crónica. También de esta época son los cuentos más experimentales del volumen No soñarás flores.
Lo que Sergio Chejfec y el resto de los profesores de la Maestría parecían estar afirmando, como respuesta a la controversia de si se puede o no enseñar a escribir, es que se puede ofrecer el input necesario, generar el espacio de libertad creativa que propicie la eclosión.
Vuelvo a la definición de Rubio sobre la acumulación sensible: “dejarnos sorprender por lo que sucede en el entorno, por lo que hacemos solos y por lo hacemos con los otros, por lo que vemos, lo que oímos, lo que asociamos, por aquello desconocido que de pronto aparece y lo hacemos nuestro”. Apropiarse de lo desconocido es la consecuencia natural de la acumulación sensible, ya sea de un espacio geográfico, una identidad, una tradición literaria o una lengua. Yo tuve que apropiarme, también, de mis propios textos, con la guía indispensable de mi directora de tesis Diamela Eltit, que me impulsó a reflexionar sobre mis materiales simbólicos, sobre lo signos políticos que permean la escritura, sobre los sistemas de poder en los que, como escritora, mujer y latinoamericana, estoy inscrita. Apropiarme de “mis antiguas”, como diría Diamela (María Luisa Bombal, Josefina Vicens, Marosa di Giorgio, Sara Gallardo, Clarice Lispector, Elena Garro, Carmen Ollé, María Virginia Estenssoro), así como de mis contemporáneas.
Aprender a nombrarlas para también nombrarme a mí.
Imagen: Juan José Richards