Por: Jorge Pujado Torres
Abrió con su acostumbrada lentitud la puerta de la casa. En la mano derecha llevaba el manojo de llaves y en la izquierda, una vieja escoba. La asía como si se tratara de un arma o de la única tabla capaz de sobrevivir a un naufragio inminente. Al cerrar la puerta dejó atrás el bullicio de niños pequeños. Caminó cabizbaja los escasos metros que la separaban de la reja de tablones, dobló a la izquierda y entró al descuidado antejardín de la casa contigua, que se distinguía de la suya y de las demás sólo por un anuncio de peluquería con letras de colores hechas con cartulinas sobre un fondo de cholguán, pintado en blanco por la dueña.
Se detuvo intempestivamente en la entrada. Con el pie derecho aprisionó contra el suelo la colilla de cigarrillo que encontró encendida y que logró suspender su habitual apatía. Después de aplastarlo, apagarlo y deshacerlo en pedacitos mínimos de tabaco, con la vista fija y los dientes apretados, ingresó al lugar.
Saludó con un escueto movimiento de cejas a las dos personas que se encontraban en la reducida habitación. Dejó la escoba en un rincón, tomó un paño y comenzó, pacientemente, a quitar el polvo de la infinidad de pequeños botes plásticos, peines de diversas formas y botellitas de vidrio con líquidos desconocidos. Los estantes estaban atiborrados de baratijas. En las paredes se alternaban las estampitas de varios santos junto a fotografías de modelos desconocidas que promocionaban productos capilares. El sol de varios veranos había decolorado los recortes, como se destiñen los recuerdos de quienes ya no están con nosotros, mitos de felicidad extraviada que se reconstruyen a partir de nuestras propias mentiras piadosas.
Transcurrieron unos diez minutos antes de que la mujer llegara a la tarima donde se encontraba instalado, desde siempre, el viejo televisor en blanco y negro marca Antu. Estaba a punto de comenzar el programa de recuento de los mejores artistas que se habían presentado en el Festival de Viña del Mar, así que lo encendió, golpeándolo suavemente para sintonizarlo mejor. La dueña de la peluquería, como de costumbre, inició el diálogo:
-Espérense chiquillas. Tengo el nombre en la punta de la lengua. Cómo no me voy a acordar, a ver, a ver… – dijo la Jenny, mientras le retiraba los rizadores de plástico a la única clienta que desoyó el frío de esa tarde dominical y partió igual al pasaje cinco, a amononarse. Aunque fuera un poquito, lo que se pueda nomás.
Vodanovic no pudo esperar – en televisión el tiempo vale oro – y demandó al monstruo de la Quinta Vergara una nueva ovación para la reina de la onda disco, Gloria Gaynor. La cantante se emocionó, hizo un ademán a sus músicos, que iniciaron los acordes de su mayor éxito, I will survive.
Entonces, los rizadores ya en la bandeja, concentradísima en la pantalla, la Jenny rememoró romances añejos y fugaces en pata de elefante que lo precedieron a Él, el gran amor. At first I was afraid, I was petrified / Kept thinking I could never live without you by my side. De ese modo lo recordaba, como una pasión estremecedora que aún se asoma indeleble cada dos pasos, en la cojera permanente que le dejó en la diestra; pero el amor es así, se justificó la Jenny, qué se le va a hacer, pensó. El hombre tenía sus privilegios, sus derechos. But then I spent so many nights thinking how you did me wrong, and I grew strong, and I learned how to be alone. Pasión que se deshizo junto a la elasticidad de su carne y al ensanche abrupto de sus caderas, gloria efímera, imposible de perdurar ante su consabida esterilidad, no importa, pero lo comido y lo bailado no lo quita nadie, amén. Ahora me veo igual de gorda que esa negra, pensó. Y sin fama ni fortuna, se oyó agregar.
– Oiga Jenny, pero qué quiere decir el tema – interrumpió la clienta, concentrada en la escena gris que se sucedía chirriando dentro del viejo Antu, gris como todo el pasaje cinco, como todos los innumerables pasajes cinco de un Lo Espejo en eterno blanco y negro.
– Bueno, la morenita le canta a su ex-hombre. Ella le dice que seguramente él creía que no se la iba a poder sola, así son todos los hombres, aquí y en la quebrada del ají los huevones, pero ella le dice que igual se va a levantar. Es bien dramático, oiga, y en el coro, ¿usted no conoció la versión en castellano?, bueno, en fin, en el coro le canta como tirándole un escupo y le dice: yo sobreviviré. Me imagino que le debe haber costado harto la decisión de abandonar a su negro, porque, dicen, les aclaro al tiro lindas que a mí no me consta, dicen que siempre existe una poderosa, una tremenda razón, una razón de peso, de un kilo más o menos, para quedarse con un negro-. La Jenny se toma la entrepierna y sonríe maliciosamente, acompañada por las risotadas estruendosas de la clienta y por doña Luzmirita que, silenciosa como mesa de arrimo, ahora barría los mechones del suelo de cemento, intentando ocultar con una sonrisa débil, mínima y oscura como ella, el gesto melancólico, endémico en su rostro envejecido prematuramente.
– ¡No prender antorchas! ¡No gustar antorchas! – reclamó la cantante al enardecido monstruo, interrumpiendo su canción con una seña tajante dirigida a los músicos. Una vez apagado el fuego en las galerías, retomó el aplaudido tema.
– ¡Uy, se enojó la negrita! ¿Nos habrá escuchado? – ironizó la Jenny.
– ¿Y por qué no le gustan las antorchas? A lo mejor no entiende que el público lo hace por cariño – manifestó la clienta. Y agregó: a nosotras nos hacen falta unas antorchitas pa’pasar un poco el frío. Bueno, y mejor todavía nos vendría el fuego de algún monstruo, pueh.
Pero la Luzmirita entendió. Desde el rincón contuvo las lágrimas. Ella comprendía el enojo de la artista. A ella también le habían dicho tantas veces que todo era en el fondo por cariño, que eran las cosas del amor. Era una pasión distinta, irrefrenable, la que hacía encenderse algunas noches con aliento a piscola, primero una pequeña luz, luego otra y otra más, que arremetían en la oscuridad contra su piel dolorida, lacerándola, porque Él necesitaba descargarse, machacar con sus puchos encendidos el odio masticado durante años de trabajar como perro para llenarle la guata a cinco críos de porquería, llagando un territorio ávido de las antiguas caricias, las del principio, cuando la Luzmirita estaba rica todavía, antes de que se consumiera, se secara de tanto parir, de tanto amamantar y de tanto recibirlo brusco, antes de volverse mustia y silenciosa, para que los niños no oigan, no imaginen, no sospechen, antes de ahogar el dolor de las quemaduras entre sábanas raídas de sacos, esperando que una vez adentro, sin decir permiso siquiera, Él le pida perdón porque “nunca más Luzmirita, fui un monstruo mi reina, perdóneme mi negrita”, y repita el disco una y otra vez.
Y la Jenny también había entendido. Pero guardaba respetuoso silencio desde el día en que dijo todo lo que tenía que decir, cuando le gritó los puntos sobre las íes a Él entre golpes, porque hasta cuándo mierda el abuso del poco hombre. Desde esa madrugada en que no quiso desentenderse como el resto de los vecinos, olvidó su cojera, saltó la esterilla del patio y echó abajo la puerta del dormitorio. Y armada con su voz más ronca lo golpeó hasta sacarlo de la casa para siempre, y no le importaron los moretones en la cara y en los brazos, y que le arrancaran la peluca rubia, le volaran a combos las tetas, y que se le notara enorme el coso por delante, que siempre cuidaba llevar atrás – mantener el truco a como dé lugar decía y cerraba un ojo -, pero ahora no, porque a la Luzmirita sí que no.
Entonces sobrevino el abrazo cálido para que llorara años de dolor y de silencio. Luego le besó suave las llagas recientes, y le ofreció barrer aquí al lado por mientras, unos pesitos, hasta que se arregle, mostrándole que a veces no se necesitan pantalones para ser un hombre, porque a partir de ahí la Jenny se ganó el título de señor, en privado eso sí, porque después que se acomodó la peluca, el paquete y los senos postizos, volvió a ser la misma, y no le gustó demasiado lo de caballero, salvo con la Luzmirita, que eternizó para sí el gesto triste y cabizbajo, escrutando mechones en la casa contigua, todas las tardes.
– Ya, Jenny, anóteme por favor mil doscientos pesos en la libreta. A fin de mes le cancelo el total – indicó la clienta, mientras Vodanovic le entregaba una Gaviota a la artista, despidiendo una versión más del programa “Cantaron en Viña un día”.
Una vez que la clienta se retiró, la Luzmirita levantó la vista tarareando los últimos acordes de la televisión, esbozó una sonrisa y dijo:
– ¿Sabe qué, don Jenny? Me cansé. Yo también voy a sobrevivir.