Por Pedro M. García
Cuando el marciano de ojos naranjas, nariz invertida y olor a sardinas en lata tocó a mi puerta, yo forcejeaba con la tapa de un tarro de pepinillos. Supe que no podía ser mi hijo porque era poco después de la una y él los domingos no volvía a casa del after o un garito de esos, como él los llamaba, hasta bien entrada la tarde. Así que me temí lo peor. Abandoné la cocina con el tarro sin abrir en la mano y un nudo en la garganta, imaginándome que el niño había tenido un accidente con el coche o que alguien en una pelea de las que se ven en las noticias le había dado un mal golpe en la cabeza. Crucé el pasillo repitiéndome en voz baja que estuviera tranquila, que si tras la puerta me encontraba a un policía no me echase a llorar. A lo mejor era alguien que se había confundido: un repartidor de Amazon, por ejemplo, que trabajan hasta los domingos; el dueño de una gata que se hubiese escapado; o incluso un testigo de Jehová con jetlag que acababa de venir, no sé, de Nueva York. Esperaba cualquier cosa, menos aquello.
Abrí la puerta y lo primero que vi sobre la alfombra fueron sus dos patas azules, que terminaban igual que las ventosas de goma de los desatascadores. Tenía la entrepierna plana y, en lugar de ombligo y pezones, tres protuberancias como trompas de elefantes a la espera de ser ordeñadas. No me fijé en nada más porque cuando lo miré a la cara cerré los ojos y me quedé sin voz. El ruido de cristales rompiéndose me llegó como algo remoto. Agarrada al marco de la puerta, aspiré con fuerza su olor a sardinas en lata, que vino acompañado del efluvio a vinagre de los pepinillos dispersos por el suelo. Conté hasta diez antes de concluir que se debía tratar de alguien disfrazado que iba por ahí gastándole bromas de mal gusto a la gente. Así que abrí los ojos, fijé la mirada en su boca sin labios, me crucé de brazos y resoplé.
Esperaba que en ese momento él se riera, se quitara la máscara del disfraz o me pidiera disculpas. Al verlo allí parado, sin reaccionar, sentí que se me encendían las mejillas y le dije, con voz airada, que qué se creía, que si acaso encontraba divertido venir a molestar a una señora, en su único día libre, a su casa. Que debería darle vergüenza. Pero él no respondió, ni a mis palabras ni a mis aspavientos frente a lo que yo creía su máscara; no, él siguió plantado sobre la alfombra, quieto como una gárgola. Yo volví a leerle la cartilla y entonces él me sacó una lengua rectangular idéntica a aquellos chicles de pega que daban calambres y que estuvieron de moda cuando mi hijo aún no había abandonado el colegio. Hasta aquí podíamos llegar, le grité antes de plantarme ambas manos en las caderas. De allí no se iba a marchar hasta que entrase a por el cubo y la fregona para limpiarme el estropicio de vinagre, pepinillos y cristales rotos que había causado con su payasada. Yo esperaba que por fin dijera algo; imaginé, mientras lo amenazaba, que me respondería, como mi hijo cada vez que le rogaba que buscase trabajo o retomase los estudios, que ni de coña.
Pero no. Para mi sorpresa, según terminé de hablar, él cruzó de un salto que sonó pof el umbral de la puerta y se fue directo hacia el cuarto de la lavadora. Apareció unos segundos después con el cepillo, la pala, la fregona, el cubo medio lleno de agua y una bolsa de basura sujetos entre sus manos de tres dedos sin uñas. Por primera vez, empecé a sospechar que aquella criatura que apestaba a sardinas en lata y que aguardaba a que yo me moviese no era un hombre o una mujer disfrazada. Cuando me aparté, limpió con diligencia el suelo, los bajos de la zapatera y la mesa de la tele. Luego regresó las cosas a su sitio y se plantó en medio del salón tal y como lo había encontrado fuera de mi casa, tieso, mudo. Antes de cerrar la puerta y correr el pestillo, asomé la cabeza y miré a ambos lados de la calle para comprobar que no hubiese otros seres como él o alguna cámara oculta tras una esquina.
Ahora estamos los dos sentados, yo en el sofá y él en mi mecedora, aunque mientras comíamos estábamos al revés. Parece que esta criatura, que sigue sin hablar o moverse por voluntad propia, solo funciona con órdenes. Se sentó porque así se lo dije cuando fui a la cocina a por la ensalada que estaba preparando antes de que tocase la puerta. Comió lo que le serví en el plato cuando se lo mandé; a su modo, eso sí: primero exprimía la lechuga, el tomate, la cebolla o el pimiento con su nariz invertida, como si quisiera succionar todo su aroma, para luego engullir sin masticar la plasta que le quedaba entre los tres dedos. Y se cambió de sitio conmigo, de nuevo tras ordenárselo, cuando recordé con apuro que mi hijo me echa en cara que le deje la ropa y el sofá apestando —trabajo en la pescadería de unos grandes almacenes— siempre que tiene ocasión.
Mientras lo observo mecerse adelante y atrás, medito si debería o no llamar a la policía. He visto demasiadas películas a lo largo de mi vida para suponer, con la suficiente seguridad, lo que sería de él si así lo hiciera. Después de montar un dispositivo en la zona, con sus barricadas y helicópteros, por si se volvía hostil, lo capturarían y lo llevarían a un centro de detención donde pasaría meses encerrado. Allí le harían todo tipo de pruebas invasivas y lo mantendrían retenido hasta que ya no les fuera útil. Entonces lo matarían con un tiro en la cabeza o una inyección letal. Y si, con suerte, lo dejaran marchar, antes se encargarían de borrarle la memoria. Pero incluso si lo liberaran nunca volvería a ser el mismo. La única forma de que regresase a su hogar más o menos intacto sería rompiendo las esposas que le impidieran escapar. Y eso rara vez sucedía con éxito. Miro las trompas de elefante en miniatura que le botan en el torso, las imagino cortadas y sustituidas por amplias cicatrices y descarto recurrir a las autoridades. Lo mejor, concluyo, es que lo esconda, al menos por el momento.
Me fijo en el reloj de pared: son pasadas las tres. Recuerdo que el niño siempre vuelve irascible, según él por el cansancio acumulado tras varios días seguidos de fiesta. Si lo viera allí nada más entrar, montaría tal pollo que se enteraría medio vecindario. Me levanto del sofá, me acerco a él y le pongo una mano en el brazo al tiempo que le digo que me acompañe al cuarto de la lavadora. Sé que ahí no hay riesgo de que mi hijo lo descubra. Llego al pasillo y me giro para comprobar que me sigue. Frente a mí ya no está aquella criatura de piel azul, nariz invertida, patas con ventosas y manos de tres dedos sin uñas. Estoy yo. Desnuda. Idéntica al reflejo que veo cada mañana: mismas patas de gallo; mismas bolsas bajo los ojos; mismo pelo corto rubio, rizado; mismos pechos caídos; misma cicatriz por culpa de la cesárea. Lo único que conserva de antes es el tufo a sardinas en lata. Doy un par de vueltas a su alrededor para asegurarme de que la copia viene sin fallos. Como antes le he dicho que me acompañe, se va girando a la vez que yo, así que le ordeno que se detenga y compruebo con asombro que, en efecto, ahora soy una mujer duplicada.
Sé que a otros esta situación podría haberlos asustado, pero a mí me divierte. Me olvido de que planeaba esconderla y le digo que me siga a mi dormitorio.
Cuando llegamos, me siento en el borde de la cama y le pido que se vista. Ella coge una falda y una camisa cualesquiera del armario y se las pone de forma mecánica. Mientras la observo me viene a la mente la resolución con la que se dirigió al cuarto de la lavadora después de que le ordenara que limpiase los pepinillos y los trozos de cristal, casi como si ya supiese de antemano donde estaban la fregona o la pala. Pruebo a decirle que se quite la ropa y, cuando lo hace, le digo que esta vez se vista como si fuera yo. Entonces se pone unas bragas beige que saca de la mesilla de noche, unas medias transparentes que hay tiradas por el suelo, la camisa blanca que tengo preparada para mañana y el pantalón negro que aún me falta planchar. Me entra la risa boba y me tiendo, con los ojos cerrados, sobre la cama. Empiezo a concebir un plan. Uno que con la debida preparación me facilite la vida y me permita disponer del tiempo libre que ahora me veo obligada a dedicarle a la casa y a mi hijo.
Paso un buen rato encargándole todo tipo de tareas, calculando hasta qué punto necesito ser específica para que haga las cosas incluso mejor de lo que las haría yo. Ella trabaja y yo sueño con irme cada fin de semana a la playa, con sentir el roce suave de la arena bajo mis callos, el soplo fresco de la brisa marina contra mi rostro. Hace mucho, demasiado, que no floto a la voluntad de las olas. De niña era mi sensación preferida. Hubo un tiempo en que mis amigos me llegaron a apodar la Crucecita, porque me pasaba las tardes haciendo el Cristo en el agua, con las orejas a medio sumergir y la boca escupiendo chorros como hacen las ballenas por sus espiráculos.
Cuando termina de limpiar el polvo de un estante que hay en la pared del salón, le quito el plumero de las manos y se lo paso, en broma y entre risas, por el cuello, la frente, la boca. Sigo con la bobería hasta que estornuda y se transforma, solo un momento, en aquel ser azul de ojos naranjas, nariz invertida y patas acabadas en ventosas que encontré en mi puerta hace unas horas. Ya no da escalofríos o repugnancia; al contrario, vestido con mi ropa ofrece un aspecto ridículo. Lo toco tan rápido como puedo para que no tenga tiempo de estirarme el pantalón o la camisa. Y así, sin más, vuelve a ser yo. Entonces oigo pasos fuera que se detienen junto a la puerta. Puede que sea mi hijo, cansado ya de tanta fiesta. O también puede que…
—Señora, abra.
No reconozco esa voz. Tardo unos segundos en darme cuenta de que el marciano, mi copia, va hacia la entrada de la casa. Me quedo paralizada. Una orden, pienso. Por mi mente pasan en ráfaga militares armados con fusiles, un francotirador apuntando desde la azotea del vecino, un chip insertado en el hombro, en la nuca. Aprieto los dientes con rabia, me insto a moverme y noto que doy varias zancadas hasta alcanzarlo y susurrarle al oído que no abra, que se esconda en el cuarto de la lavadora. Mientras se aleja por el pasillo toso para que los de fuera me escuchen y sigan esperando callados. Me asomo con disimulo por la ventana. Siento un alivio inmenso y dejo caer los hombros: son mi hijo—que habrá vuelto a perder las llaves, y quién sabe si hasta la cartera— y un amigo, supongo, que no conozco y que lo ayuda a mantenerse en pie. Voy sonriendo hacia la puerta, quito el pestillo, me siento en la mecedora, enciendo la tele y les digo que está abierto.
No necesito desviar los ojos de la pantalla para predecir lo que va a suceder a continuación. Tras despedirse de su amigo, mi hijo entrará en casa tambaleándose, me verá allí sentada y cerrará de un portazo. Pasará a mi lado sin saludarme, caminando en ese zigzag de avanzo dos pasos, retrocedo uno de los que siguieron bebiendo y bebiendo después de vomitar. Trastabillará un par de veces y se dejará caer sobre el sofá, donde se acomodará y tratará de dormirse con las Nike último modelo aún puestas. Si estoy viendo en la tele un programa o una serie que no le gusta, me mandará que cambie de canal. Si le pregunto algo, contestará con gruñidos. Y si le sigo preguntando, me dirá, con voz ronca y mala leche, que le deje en paz de una puñetera vez. Todos los fines de semana es lo mismo. Desde hace años. Pero eso hoy no me importa. Así que le pregunto si ha comido bien. Como no me responde, insisto.
—Que sí, coño.
Le pregunto el qué. No contesta. Le repito la pregunta.
—Un McDonald’s, pesada.
Le recuerdo que el ritmo de vida que lleva no es sano. Que tarde o temprano va a tener que parar.—Déjame tranquilo.
Le respondo que lo dejaré tranquilo cuando vea algún cambio en su comportamiento.
—Cállate.
Le digo que cuide esa boquita porque a mí no me puede mandar callar.
—Te mando callar si me sale de los cojones.
Me levanto y le grito que sea la última vez que me habla así. Él me ignora.
Me pregunto qué me ha llevado, si ya sabía cómo se iba a desarrollar la charla, a repetir lo de siempre. Quizás la aparición del marciano me haya inducido a creer, sin que yo me diese cuenta, que esta vez sería distinta. O quizás se debiese a la pura inercia de la costumbre. Decido ir a comprobar cómo anda mi copia, pero antes le pido a mi hijo que, si se va a dormir ya, me haga el favor de descalzarse. Y es al esquivar el cojín que me tira cuando comprendo que esta vez sí que va a ser diferente.
—¡Deja de decirme lo que tengo que hacer, coño! Tengo treinta y tres putos años. Ya sabré yo lo que me conviene o no, joder.
Sin importarle mi reacción, se gira, con las zapatillas aún puestas, hasta darme la espalda. Siento el impulso de ir junto a él y cruzarle la cara de un guantazo, gritarle que no tolero que me falte al respeto y que mañana mismo se va a poner a buscar trabajo. Me dirijo, en cambio, a mi dormitorio. Aunque seguro que aquí estará mejor que en manos del gobierno, me da un poco de pena por mi doble: acabo de resolver que no me va a ayudar con las tareas de la casa; no, me va a sustituir. Mientras atravieso el pasillo pienso que mi hijo es un malcriado, un vago, pero no un tonto. Toda mi estratagema puede venirse abajo con un roce o la rapidez de un estornudo. Empiezo a dudar cuando paso junto al cuarto donde está mi posible sustituta y le digo, en un arrebato, que dentro de cinco minutos se vaya a sentar en la mecedora. Dejo atrás la habitación de mi hijo. Recuerdo que no le gusta que entre en ella por miedo a que se la deje apestando. Y caigo en la cuenta de que las probabilidades de que mi hijo lo descubra son casi nulas: se suele pasar casi todo el día fuera, en el parque o en el bingo; cuando está en casa no hace más que dormir, comer y recuperarse para la siguiente resaca; si le hablo, se queja; y además evita siempre tocarme —hasta me aparta la cara cuando le voy a dar un beso— para que no le pegue ese tufo a pescado que según él me caracteriza y del que se avergüenza. Sonrío al llegar a mi dormitorio. Ya sería mala suerte que después de tantos años ahora le diera por cambiar sus costumbres sin motivo alguno.
Estoy a salvo.
A pesar de todo, siento remordimientos mientras meto las bragas y las camisas en la maleta. No me molesto en doblar nada. Muevo rápido los brazos, como las veces que se forman colas en la pescadería y atiendo cliente tras cliente sin apenas desviar la mirada del mostrador. Un flujo metálico me sube por el pecho y se detiene en la garganta. Por un instante, siento que me ahogo. Pero entonces carraspeo y respiro de nuevo. Cierro la maleta llena de ropa arrugada antes de dirigirme al salón, donde él duerme y la criatura que es una copia de mí espera en la mecedora sin emitir palabra.
Cerca de la puerta reparo en que mi doble está descalzo. Trato de hacer memoria y concluyo que nunca se llegó a poner zapatos, tan solo las medias. Vuelvo rápido a mi dormitorio, busco las pantuflas. No las encuentro. Dejo la maleta sobre la colcha y me arrodillo para comprobar si están debajo de la cama. Doy con ellas a tientas y según las agarro me precipito hacia el salón. Mi hijo sigue dormido y mi copia sentada.
Me agacho junto a mi doble. Le coloco las pantuflas en sus pies llenos de callos que hace nada eran patas azules acabadas en ventosas, le extiendo una manta sobre el regazo y le pongo un tazón de leche bien fría en la mano izquierda antes de susurrarle al oído que a partir de ahora actúe tal y como lo haría yo. Mientras me alejo de puntillas en dirección a la puerta miro hacia el sofá y sonrío con tristeza al ver cómo se le hincha a mi hijo la barriga cervecera cada vez que respira. Agarro el pomo. Lo giro. Vuelvo a mirar a mi hijo y después al marciano que es mi viva imagen y que se balancea en la mecedora justo como yo lo haría adelante y atrás, adelante y atrás.
Entonces salgo a la calle y rezo. Pido a Dios, a la Madre Cabrini y a la Virgen del Carmen que no estornude. No sé qué haría si, ahora que casi noto la brisa marina en la cara, se echase todo a perder. Subo al coche, recuerdo que he dejado atrás la maleta, arranco y pienso, tras quitar el freno de mano, que ya me compraré ropa nueva —una que no huela a pescado— cuando llegue a la playa.