En la esquina de la cuarta con séptima el territorio está muy bien definido. El androide azul vende maní y cigarrillos, y el otro androide, que tiene partes orgánicas expuestas por una configuración defectuosa, vende minuto a celular y chicles. Van por la calle susurrando con sus voces carrasposas de un sistema de audio viejo, que también tienen cigarrillos, quince centavos en promedio, a ver, a ver, Lucky Strike, cubanos, mango viche, lápices, cargador para el celular, selfie sticks. Cuando alguien dice el password: “Ambrosía”, es porque quieren mercancía de la dura, de la que se consigue en el barrio Egipto, en mi casa. Entonces mis androides se conectan a mi cerebro, y yo puedo ver, en vivo, a la persona que está afuera, rascándose los brazos, y puedo decirle que venga a visitarme. Regla numero uno, baby, no puedes enviar a tu robot a mi casa. Regla número dos, baby, no puedes venir acompañado.
Eran escorpiones bioluminiscentes azules de Brasil que cuando te picaban se sentía como un shot de heroína. A la gente le encantaba. Contraindicaciones: Los adictos brillan en la oscuridad. Contraindicaciones: alguien me contrata para hacer ese trabajo.
Slob. ¿Quién no es un slob en Bogotá 2 Star City?, vendiendo caramelos usando robots vencidos que trabajan por ti. Hasta que salí a la noche, arrastrando mi pijama al bar Derby Destruction 24 Horas atendido por otros androides y me encontré con un chico de cara delgada y ojos todo-pupilas de enfermo necrótico. Me sonrió con dientes afilados mientras sonaba la radio a pedazos de un carro viviente fuera del bar: un monstruo alimentándose de algo con sus tubos y cables, y sus luces demoniacas iluminando la sonrisa del chico venezolano. Lo vi por última vez en el baño, cuando se bajó los pantalones manchados de gelatina rectal. Lo abracé, abroché mis brazos velludos sobre su abdomen negro y él dijo que estaba dirigiendo una revolución, mientras daba gemidos cortos y decía que una nueva sociedad estaba en camino. Se hacía llamar Toñito y yo le di un nombre falso. Tenemos los horarios de sueño tan atravesados que no sabemos si fue un sueño. ¿Fue un sueño?
Mi negocio me ha permitido no salir de casa por varios años. No somos hikikomoris, porque no estamos realmente deprimidos, y todavía sabemos interactuar con los demás. Digo que no necesito tener una relación con nadie, pero lo digo para quedar bien, porque la verdad es que me siento solo, y que no soporto esta soledad. No se lo digan a nadie, pero necesito algo de amor. De cualquier tipo. De cualquier tamaño. Pero digamos que los robots nos permiten todo. Solo es que te compres un robot y lo pongas a vender chicles en el metro de Bogotá, que apenas tiene tres estaciones, porque se robaron la plata del resto, pero que igual está tan lleno de gente que cualquiera se vuelve rico. Se llama capitalismo, baby. Es legal. Hay robots que se suben a cantar rancheras, también hay robots que hacen break-dance y ponen un sombrerito para que les den centavos. Las personas que pagan no siempre son humanos. Muchas veces son otros androides. Androides que compran cosas de androides, que trabajan por otros androides para tener sus propios androides. Se llama futuro, baby, y es genial. A veces me conecto a mi robot y camino en su cuerpo como un avatar, recorriendo una ciudad que ya no da miedo, entre calles llenas de chicas de media hora por cinco centavos que tienen partes humanas de segunda. Puedo ver las luces de la ciudad, girando sin control. Este es el regalo de la civilización, Toñito, digo mientras tomo una ducha, mientras camino en mi robot, con la retina caliente de tanta información, como si le estuviera hablando a un hombre joven que pude haber amado un segundo, como si su cuerpo estilizado de alabastro negro estuviera frente a mí. Y toco sus nalgas invisibles que intento separar con dulzura, y beso las baldosas del baño con lengua, arrepintiéndome de haberlo dejado ir. Y todo este desarrollo económico, toda esta automatización, toda esta felicidad iría de puta madre si no es por los fundamentalistas Orga.
Los días siguen siendo lo mismo. Jugar videojuegos en el Play Station mientras tu androide trabaja por ti y hace dinero por ti, y tú esperas pensando en Toñito. Sentado a un lado de la cama, dando vueltas en las cobijas, incapaz de dormir. ¿Dónde están mis androides? Mis androides están quietos, tenían un error de compilación. Tuve que reiniciarlos. Voy caminando por los alrededores de Bogotá 2 Star City, doblando esquinas, como si perdiera el aliento, agarrándome de salientes, por entre familias de venezolanos en andrajos llamando a sus padres en Zulia con celulares de los noventa. Me estoy ahogando en Bogotá. Mi androide pasa por un grupo de desquiciados con cabello largo y barbas, que cantan canciones nueva-era sobre Krishna y el amor universal, o tonterías de ese estilo, bailando con los pies descalzos y pidiendo dinero. Fundamentalistas Orga, dije en voz alta, acostado en mi sillón de mando, con el enlace en la cabeza ardiendo en la córnea. Las mujeres iban con falda, cantando, y los muchachos tocaban una pandereta.
—¡Dejemos de usar androides que trabajan por nosotros! Debemos volvernos a conectar con el trabajo y sentir lo que se siente usar nuestros cuerpos otra vez — gritaba el mayor de los Orga, con su larga barba llena de pedacitos de comida
—Está escrito en el Baghabad Gita. Es el final de las expectativas, y la poca importancia de los resultados. Hermanos, amémonos en el Espíritu Santo.
Y luego, atrás, ¡estaba Toñito! sentado, buen chico, carne gris semi transparente con los dientes limados como de una especie de tribu exótica del Amazonas, empujando un carrito de empanadas. A ver las empanadas artesanales. Empanadas de carne.
Toñito, por ejemplo, hacía empanadas con sus propias manos y las cobraba un poco más caras porque las hacía con su propio tiempo, en su propia cocina, con materiales que no fueron procesados por robots. Me le acerqué porque no había sido un sueño. Los Orgas ni siquiera tienen enlaces:
—¿De qué son las empanadas? — le pregunté a través de mi androide. Él no podía saber quién era yo.
Toñito sale cada noche, con un taser de bolsillo, o una varilla, junto a su novia, Sonia, buscando androides que se quedaron sin batería, o que están en modo ahorro de energía caminando lentamente. O androides que no tienen dueños porque sus dueños se ahogaron en salsa de tomate y ni siquiera tenían hijos nietos que los rescataran. Esos androides van y vienen, buscan excusas para prolongar su existencia, pero caen en la indigencia con frecuencia, infectándose con algún virus de internet. Cuesta un segundo electrocutarlos, llevarlos a una esquina oscura y abrirles el pecho para sacarle los órganos vitales y dejar los cascarones en una bolsa de basura. Aceite de androide, papa criolla, vesícula triturada, cebolla larga o carne molida de estómago e hígado de androide. Todo sazonado con pimienta y perejil y salsa soya. Toño tiene la ropa llena de sangre encostrada, pero va sonriendo como si nada le importara. Memoria ram con venas, cristales de terabits con ají criollo.
Me quedé mirándolo con miedo. Seguía sonriendo frente a mí. O más bien, frente a mi androide.
-Vale, dame cuatro empanadas.
Mi androide rojo volvió a casa. Abrí la puerta y lo dejé pasar. Puse la bolsa con las empanadas en la cocina. Olían bien. Todavía estaban calientes y la bolsa de papel tenía manchas de grasa. Mordí una. Al principio parecían normales. Luego los jugos y la grasa bajaban a mi lengua y tocaban una parte que nada había tocado en mí desde la última vez que vi a mi mamá, es decir nunca. Empanadas deliciosas, con pedacitos de algo orgánico, con una textura como de caucho que me hicieron abrir el tercer ojo. Le puse una batería nueva a mi androide, revisé todo lo que había vendido para hacer inventario y lo dejé ir. Me quedé en cama abrazando las empanadas como si fueran Toñito. Toño Méndez. Le doy mordiscos a la empanada como si le estuviera dando besos a Toño, abrazando las empanadas como si fueran seres vivos. ¿Qué es un ser vivo? ¿Qué es una máquina?
Por eso salí de nuevo esperando verlo, tal vez eran las dos o tres de la mañana. Todo oscuro y en silencio. Me conecté a mi robot, que me ayudaba a buscarlo mientras balbuceaba que Lucky Strike, Marlboro, minuto a celular. A ver, siga, le tengo las monas del Panini. El chico andaba con su novia, Sonia. Iban con una varilla de acero buscando androides sin pila, androides indigentes. Eran cazadores. Grité su nombre para que se detuviera. No me reconoció, pero me miró con los ojos bien abiertos, con los labios temblorosos mientras corría hacia él. Le dije que nos habíamos conocido en un bar hace rato. Lo seguí, intentando mostrarle lo super genial que era. Mira, soy un tipo interesante. Tengo un androide. Me gustaron tus empanadas. Quiéreme.
Tal vez me recordó. No sabía si decirle frente a su novia que yo era el tipo que se la había metido por la fisura rectal en un bar hace unos días. Tenemos la misma edad, mira, tal vez me voy a volver un Orga. Solo quería tenerlo cerca, besarlo, sentir sus dientecitos afilados en mí. Mira, tenemos la misma edad, seguro nos gusta la misma música. Su novia me miró como si yo fuera un esclavo desesperado.
— Shhhh. Vas a despertar a todo el mundo — dijo Toño.
—Una víctima del sistema, Toño. ¿Lo puedes ver? — dijo ella, tan hippie como podía. Todos están enfermos. Todos están hinchados e infectados, todos sudan frío, todos tiemblan en sus casas intentando decir que sus vidas son geniales, mientras siguen escroleando Facebook.
Me dejaron pasar la noche con ellos. “Mira, esto es lo que tienes que hacer. Si vemos un androide que no esté trabajando, o que esté en un loop, tú vas por la izquierda y yo por la derecha y Sonia por detrás. ¡Y suas!” Tuvimos que caminar por una hora por el barrio Santa Fé. Doblando esquinas en silencio por si aparecía un androide. No era fácil distinguirlos de personas normales en chiros. Con una dosis de veneno azul uno habría cometido un asesinato por error. Los robots no peleaban por sus vidas por las leyes de la robótica de Asimov. No era fácil distinguir a las prostitutas falsas de las verdaderas. Pero ahí estaba la que estábamos buscando. Una cosa sin brazos ni piernas que aparentaba unos 50 años, esperando al lado de una caneca de basura para que alguien le cambiara el aceite o le diera una moneda. Había replicantes religiosos, que iban a la iglesia y que creían en la donación de órganos. Cuando nos vio nos hizo preguntas: “Quieren una mamada, son veinte Yuan”. Pero Sonia arremetió con la varilla. La pobre cosa comenzó a arrastrarse como un gusano desesperado, gritando por su vida, moviendo la cabeza y el resto del cuerpo sexy mientras Sonia descargaba toda su ira. Sangre de América, piel rasgándose. Sesos de androide mezclados con chips. Me sentí como un nazi. La arrastraron. Nadie la reclamaría, era un modelo viejo y lleno de hongos. La llevamos a la residencia antes del amanecer. Todavía se movía, abriendo la mandíbula, mostrando sus dientes biónicos llenos de caries. Sus labios extragrandes para una mamada sensual.
Aprendí a destriparlos. Qué servía y qué no servía. Abres sus cuerpos con una sierra eléctrica para separar el chasis de los órganos calientes, y debes deshacerte del líquido azul y la mierda, que se vende para compostaje. Toño estaba haciendo la masa y yo calentaba el aceite de carro con un soplete. Vivian con otros Orga en una de esas residencias a 8 yuan la noche en promedio para refugiados. Les habían robado todo al cruzar la frontera, incluido el corazón. Seguramente habían sido personas sonrientes antes de que su país explotara; con la piel limpia, caminando rectos, sin veneno de alacrán para soportar las noches con frío. Triturar la carne, ponerle sabor, ponerle sazón venezolana, chamo. Comenzamos a freírlas, y noté que ellos no dormían. Nunca.
– ¿No van a dormir?
Pero solo me miraron como si yo fuera un fantasma. Si yo pensaba que estaba mal, que me arrastraba por mi control de Play Station como un adicto hacia la luz de los personajes con espadas, si me inyectaba veneno azul de alacrán y pensaba que mi vida estaba mal, Toño y Sonia llevaban un año entero sin dormir. Cuando no me miraban, yo miraba a Toño. Quería abrazarlo. Pienso que él quería lo mismo, pero el amanecer sabía amargo en la garganta. Como un escupitajo de esmog y ectoplasma. El frío en la camiseta esqueleto. Cuando la gente no duerme el lóbulo frontal deja de funcionar. Lo bueno y lo malo dejan de existir.
Los Orga se levantaban muy temprano a repartir folletos sobre cómo sería la vida sin el servicio de subcontratación de androides sin EPS. “Lo orgánico es mejor que lo mecánico”. Yo caminé con ellos. Me dio por revisar a mis androides con el enlace cortical. Ambos habían estado esperando a que les abriera la puerta, y como no la había abierto habían comenzado un subprograma de vagabundeo. Todos los androides estaban programados para ser unos vagabundos inservibles. Eso es lo que más querían hacer si llegaban a ser libres. A ver, siga, las empanadas orgánicas. Hechas por nosotros mismos. Cómprelas. Siga, siga. Están fresquitas. A cinco centavos.
Varios robots de diferentes tamaños y colores se detuvieron a comprarnos empanadas. Se vendían rápido. Iban con papa criolla y arroz. Una delicia. Deme una, deme cuatro. Deme cinco. Hasta que se acabaron al medio día y Sonia sonrió.
Cuando volví a casa, esa noche, sentí que acababa de hacer lo mejor que había hecho en mi vida. Estaba realizado. ¡Soy un ser humano! No solo soy un sub-contratador, también tengo sentimientos y amigos. Estuve sonriendo todo el día, dando pasitos de baile en mi cuchitril, a punto de quedarme dormido, cuando mi androide rojo me envió una señal.
– Ambrosía – alguien le había susurrado la palabra clave al androide. Ya estaba atardeciendo.
Activé el enlace, mis ojos brillaron verde y vi la cara de Toñito. Pensaba que los Orga no compraban de robots. Puro estigma social. Toñito estaba llorando en medio de la lluvia, mostrando sus dientes afilados. Le dije que fuera a verme y le di la dirección. Abrí la puerta y estaba mojado. Lo dejé pasar y le presté ropa seca. Me dijo que su novia se había atragantado con las partes pequeñas de un bebé de cocción lenta de un androide familiar para mujeres estériles. Esos bebés eran una peste, y una vez sueltos se escabullían como ratas, berrean por pura programación subconsciente en los conductos de calefacción, mascan los cables del sistema eléctrico.
— La dejé tirada en la calle. No sabía qué hacer. No sé quiénes eran los fabricantes, o si tenía garantía. No sé nada — dijo tiritando.
Lo dejé quedar en mi cuarto. Creo que Toño no se bañaba hace mucho tiempo. Yo sabía que lo correcto era decirle que lo sentía mucho y darle palmaditas en la espalda, ignorar que me sentía bien porque Sonia ya no existía. Toño inundó mi casa con su olor a sobaco. Se acostó y yo me acosté a su lado. Después de un año sin dormir, moqueando y rezongando, por fin se quedó dormido. Lo tuve entre mis brazos. Canciones de peluquería por la calle. Sus dedos prendieron en neón cuando comenzó a acariciarme. Dejé sueltos a los alacranes para hacerlo más romántico.
– ¿Te estás aprovechando de que estoy sentimental? – preguntó mientras su pene se empalmaba y él buscaba lo mismo en mis pantalones. Yo sabía desde el principio, era amor a primera vista.
Pensé que la forma de superar la muerte de su novia, aunque no la quería tanto, era salir a quebrarse androides por la ciudad. Igual que cada noche. Le dije que lo acompañaría. Al menos tendría algo que hacer. Al principio pensamos que podríamos matarlos para hacer empanadas y vivir de eso. Tal vez me estaba volviendo un Orga yo mismo. Pero fue cuando él me dijo que ya no lo veía necesario. La razón era obvia, podíamos comer directamente de las vertebras jugosas, chupar la grasa de los órganos pringosos. Él solo buscaba robots en la calle porque Sonia era su usuaria, y eso es lo que ella quería. Podíamos pasar un día, esperando, y luego salir de noche con una varilla a buscar androides que gritan, arrastrarlos a casa, comenzar a triturarlos, a morderlos, a saborearlos. Un paso menos en el proceso de supervivencia. Es como arremeter directamente al capitalismo de subcontratación. Ve y come. Ve y muerde. Comencé a limarme los dientes. No, Toño no lo estaba superando. Nadie supera un contrato con facilidad. Simplemente sus subrutinas estaban enloqueciendo, Toño estaba en un loop ni el hijueputa, cometiendo errores, sangrando por el ano por las partes metálicas que se había comido mientras intentaba bañarse en mi ducha. Nunca lo iba a superar, solo quería autodestruirse. Algunos hacen eso cuando pierden a sus contratantes. Así es la vida.
Lo vi sonreír, cambiar. Lo vi endurecer. Dejábamos los órganos en el refrigerador, y los cortábamos para un bocadillo. Hacíamos morcilla con el intestino, relleno de arroz. Nos despertábamos y pasábamos por la mesa que tenía todavía la caja torácica de titanio. Era nuestra diversión de domingo, salir a cazar, brillando azul por las calles de Bogotá 2 Star City, antes del amanecer. Hasta que dejó de ser divertido. Cuando la sonrisa comenzó a desinflarse descubrimos que habíamos matado a varios humanos verdaderos. Que uno se llamaba Jaime, y otro Angélica. Seguimos comiendo porque finalmente, como dice Toño:
—Todos somos androides de algún tipo, subcontratando a otros y alimentándonos de otros. La única diferencia es que unos tenemos las leyes de la robótica en los genes, y los otros no.
Lo abracé, jugueteando con sus tetillas negras, masticando. No se lo digan a nadie, pero ya tengo lo que quería.
En ese momento mi contratante enlazó conmigo, alguien buscaba ambrosía.