Cuando su mamá enfermó y no pudo mantenerlo más el Burro terminó metido en el mundo
del crimen. Empezó de campanero en la olla de vicio de Las Independencias, un sector de la
comuna 13 que nació como nacieron casi todos los barrios de Medellín: a punta de invasiones
y desplazados. Su trabajo era muy sencillo: solo tenía que pararse a tres cuadras de donde
estaban los muchachos con la mercancía —por lo general se instalaban en la esquina de una
cancha de arenilla donde a toda hora había un cardumen de niños descalzos corriendo detrás
de una pelota de fútbol— y gritar un nombre de mujer a todo pulmón si llegaba la policía. A
veces gritaba Lauraaaaaaaaaa, otras veces Sofíaaaaaaaaaa, de vez en cuando se ponía
creativo y lanzaba al aire algún Yurani o Yesenia o Yasuri, pero el que más le gustaba era
Andrea. Andrea porque él se llamaba Andrés y nunca le gustó que le dijeran el Burro.
En un año trabajando de campanero ahorró lo suficiente para comprarse una moto Suzuki
AX100 de segunda mano y un revólver calibre 38, insumos necesarios para montar su propia
sucursal del delito. Trabajar para el combo le daba la seguridad de un ingreso mensual fijo
—con colilla de pago y contador que hacía los cálculos para la nómina—, pero también
representaba un riesgo enorme por el hilo tenso y delgado que unía a los jefes de Las
Independencias y Betania, el barrio vecino, un hilo que podía romperse en cualquier momento
y desatar una ola de muertos que aparecerían embolsados en el río, en la escombrera o en la
maleta de un taxi abandonado.
El miedo lo alejó del crimen organizado de la 13 y lo llevó a robar celulares a esas zonas de la
ciudad donde la gente maneja camionetas de muchos millones y se viste con ropa de marca.
Cuando el Iphone se puso de moda, el Burro y su compañero de turno se hacían hasta dos
millones de pesos semanales y ni siquiera tenían que bajar a Medellín todos los días. Él mismo
manejaba la moto, porque no le iba a soltar la Suzuki a cualquier aparecido, y el parrillero
cargaba el revólver: a veces era el Tapias y otras veces el Chicho, según quien necesitara más
la plata. Solo tenían dos reglas inviolables: nunca robaban en los barrios de la comuna y jamás
atracaban a mujeres embarazadas, porque entre los pillos corría el rumor de que era de mala
suerte.
A mediados del año pasado las cosas se pusieron peludas en los barrios de los ricos porque
la gente empezó a grabar los atracos y a colgar los videos en las redes sociales. En su afán
por crecer en las encuestas, el alcalde recién electo se encargaba personalmente de buscar a
los delincuentes de las grabaciones, a los que presentaba como trofeos de la lucha contra el
crimen en sus cuentas de Twitter y Facebook. Mientras el alcalde combatía el delito desde un
helicóptero que compró para asustar a los bandidos, el Burro y sus secuaces trasladaron su
zona de influencia al centro, donde empezaron a robar a la gente de a pie que no tiene IPhones
pero sí celulares inteligentes de gama baja y billeteras abultadas por la quincena recién sacada
del cajero automático.
El jueves del incidente el Burro salió con el Chicho y se instalaron en la esquina de la avenida
Oriental con La Playa, que es algo así como el famoso cruce de Shibuya en Tokio pero con
peatones que zigzaguean entre los carros y conductores que aceleran en vez de frenar cuando
el semáforo está a punto de cambiar a rojo. Ese día no habían tenido mucha suerte en su
jornada criminal: robaron dos billeteras en las que no había más de veinte mil pesos, un
smartphone de marca china que a duras penas podía recibir mensajes de Whatsapp y dos
celulares flechas —les dicen flechas porque los puede usar cualquier indio— que costaban
menos que la gasolina que se gastaron en bajar de la comuna.
A eso de las cuatro de la tarde, cuando estaban a punto de salir para Los Puentes a vender
por cualquier peso su paupérrimo botín, el Chicho señaló el cajero del otro lado de la La Playa.
Adentro había un hombre de contextura mediana y cabello gris que vestía pantalón caqui de
prenses y camisa blanca sin una sola arruga. Llevaba más de cinco minutos en el cajero, lo
que podía significar tres cosas: tenía problemas con la tecnología, la transacción era muy
compleja o estaba sacando mucho billete.
El Burro agarró el timón de la Suzuki, dio media vuelta y paró justo al frente del cajero, que
estaba sobre el costado sur de la avenida. Cuando el tipo salió de la sucursal bancaria lo
siguieron de cerca por dos cuadras, con el motor encendido pero sin acelerar para no espantar
a la presa. La víctima giró a la derecha por la calle Girardot y se detuvo unos veinte metros
más adelante apenas sintió el ronquido de la moto y el cañón frío del revólver apuntándole al
cuello. El Burro vigilaba por los retrovisores que no fuera a llegar la policía mientras que el
Chicho, empuñando el arma, hacía el trabajo sucio. “Viejo hijueputa, no te vas a hacer matar
—le dijo sin gritar, en un tono casi sereno que reñía con la agresividad de las palabras—. Nos
entregás el billete y te vas tranquilo pa’ la casa”. El tipo suspiró y se llevó la mano al bolsillo
trasero del pantalón, pero antes de que pudiera sacar la plata el Chicho le arrebató la billetera.
El Burro aceleró y con la moto en marcha miró sobre su hombro para corroborar que nadie los
estuviera siguiendo. Entonces lo vio ahí petrificado, clavado en la acera de Girardot sin saber
qué hacer, y sus miradas se cruzaron por ese instante incómodo —y por lo incómodo también
eterno— en que la víctima y el victimario se reconocen. El Burro pasó de cero a noventa
kilómetros en menos de una cuadra y manejó por diez minutos esquivando buses, ignorando
señales de pare y pasándose los semáforos en rojo. Cuando llegaron a la comuna 13 no se
detuvo en su casa sino que fue directo a la escombrera. Se bajó sin decir nada y vomitó una
mezcla de bilis y sancocho que le quemó la garganta. Se limpió la cara con la manga del
camibuso negro que justo estaba estrenando ese día y tomó una bocanada de aire.
—¡Jueputa, Chicho, atracamos a mi vecino!
—¡Ay go-no-rrea! ¿A lo bien?
—Estoy casi seguro. Páseme la billetera.
El Burro sacó la cédula. Nombre: Humberto Mejía Rodríguez. Fecha de nacimiento: 23 de
marzo de 1953. Lugar: Yarumal, Antioquia. Estatura: 1.76. Tipo de sangre: O +. Sexo: M.
Fecha y lugar de expedición: 27 de abril de 1971, Medellín. Huella dactilar del índice derecho y
firma del Registrador Nacional. En la billetera había una tarjeta débito, quinientos mil pesos en
billetes de cincuenta y todas las pendejadas que la gente guarda por razones que luego
parecen insignificantes: el certificado de votación, el carné de la vieja empresa de salud, la
tarjeta del electricista al que nunca más volvió a llamar, el recibo del pantalón que compró en el
Éxito sin medírselo primero y la foto a blanco y negro de una pareja de recién casados.
Pensó en devolverle la plata a don Humberto pero debía tres meses de arriendo y su
hermanita necesitaba zapatos nuevos para la escuela. A lo mejor el tipo ni siquiera lo había
reconocido y se estaba armado una película sin necesidad. Sin embargo, cuando se lo
encontró de frente un domingo en que salió a la tienda a comprar arepas, El Burro vio en los
ojos de don Humberto la mirada de su mamá cuando llegaba trabado a la casa con los bolsillos
llenos de billetes arrugados, ese regaño silencioso cargado de amargura que le dolía en la
boca del estómago como si no hubiera comido en todo el día.
Desde ese momento evitó salir de su casa para no encontrarse con don Humberto. Prendió el
equipo de sonido, sintonizó una emisora de reguetón y no lo volvió a apagar ni siquiera cuando
el sueño lo vencía y caía rendido sobre el sofá de su sala diminuta. De vez en cuando, entre
una canción y otra, escuchaba fragmentos de lo que estaba pasando en la casa del vecino: don
Humberto oyendo los programas matutinos de la radio mientras se tomaba un tinto sin azúcar,
la mujer de don Humberto pitando los fríjoles en la olla a presión, los nietos de don Humberto
que llegaban en las tardes para que sus abuelos los cuidaran mientras sus papás se partían el
lomo por un salario mínimo, la puerta que se abría todos los días a las cinco de la tarde cuando
don Humberto se iba a jugar billar y se volvía a cerrar a las diez de la noche cuando regresaba
con tres cervezas en la cabeza, y se quedaba así cerrada hasta la mañana siguiente cuando la
mujer de don Humberto salía a misa de siete en la parroquia del divino niño. No entendía cómo
don Humberto podía seguir viviendo su vida como si nada, con esos hilos invisibles que
pasaban de una casa a otra por las ranuras delgadas de las paredes y parecían cortar el aire y
todo a su paso. El Burro sintió por primera vez ese pesar interno que otros llaman
remordimiento y resolvió que lo mejor era arrancarlo de raíz: con su vecino muerto no tendría
que mirar nunca más el rostro de la culpa.
La madrugada de un lunes de abril, quince días después del incidente, el Burro saltó el muro
de tres metros que separaba el patio de su casa del de sus vecinos. Abrió con cuidado la
puerta trasera, que nunca cerraban con llave, y se escabulló por el corredor oscuro. Un par de
años antes había entrado a esa casa a sacar un colchón viejo que le regaló don Humberto y
por eso conocía el orden de las habitaciones: atrás estaba el baño, seguía la cocina y justo en
el medio, antes de llegar a la sala, estaba el único dormitorio. Eran apenas cuarenta y cinco
metros cuadrados mal distribuidos y ocupados por muebles que evidentemente fueron
diseñados para un espacio más grande. El Burro apartó con delicadeza la cortina que hacía las
veces de puerta en la alcoba matrimonial. Don Humberto dormía del lado derecho de la cama y
roncaba como una locomotora. Su mujer estaba del lado izquierdo dándole la espalda,
acostada en posición fetal. Acercó el silenciador del revólver a la frente de don Humberto y
apretó el gatillo. Los ronquidos cesaron de inmediato y el silencio despertó a la mujer, que no
se había terminado de incorporar cuando su vecino le clavó una bala en la cabeza. Limpió la
cacha del revólver y lo puso justo donde habría caído si don Humberto hubiera apretado el
gatillo. Sacó la billetera, en la que dejó un billete de veinte, y la colocó en el nochero. Encendió
la luz y examinó la suela de sus zapatos, que estaban sucios de tierra pero limpios de sangre.
Le dio un último vistazo a los cadáveres y sintió la satisfacción del deber cumplido: la culpa
había muerto tan rápido como su vecino.
Un gallo estaba cantando cuando salió al patio a comprobar lo que temía desde que se coló
en la casa: el muro era más alto del lado de los difuntos y como la pared estaba revocada,
escalarla era imposible. Buscó infructuosamente una escalera y pensó que de todas formas no
podía dejarla recostada contra la pared. La única salida viable era la puerta delantera —la
puerta delantera en un barrio atestado de señoras chismosas que vendrían a buscar a la mujer
de don Humberto apenas notaran su ausencia de la misa de siete—. El Burro no podía salir por
esa puerta. No si quería seguir siendo el Burro.
La sangre de don Humberto y su mujer ya llegaba hasta el corredor. La pisó con tranquilidad,
porque igual se iba a quitar los zapatos, y busco en el clóset algo que fuera más o menos de su
talla. En el fondo del armario encontró un vestido amarillo que olía a guardado y que a lo mejor
ni siquiera era de la vecina, no tanto por el color sino por el escote. Se quitó la ropa y la metió
en un bolso negro de cuerina que estaba colgado detrás de la puerta del clóset. Rellenó un
brasier con un par de calzoncillos y se afeitó todos los pelos que la sociedad permite en los
hombres pero censura en las mujeres. Guardó la cuchilla desechable en el bolso y se aseguró
de que la mugre bajara por el drenaje. Armó un turbante con una pañoleta de colores y se
maquilló con los pocos cosméticos que encontró en el baño: cejas marrones, pestañas crespas
y tupidas, pómulos angulosos marcados por una línea de colorete, párpados morados y labios
rojísimos. Remató el look con una imitación barata de un collar de perlas y un reloj de pulsera
que sacó del alhajero. Enroscó los dedos para que cupieran en el único par de tacones que
tenía la mujer de don Humberto y se colgó la cartera al hombro.
A las seis y cincuenta de la mañana salió de la casa. Bajó la calle empinada con tanta gracia
y naturalidad que nadie habría creído que era su primera vez en tacones. Quebraba la cadera a
cada a paso y con cada bamboleo se robaba una mirada. Don Jairo, el de la tienda del frente,
le gritó un piropo obsceno. Doña Marta, que iba para la parroquia del divino niño, se echó la
bendición y aceleró el paso. Un muchacho con uniforme colegial se puso colorado cuando
sintió la erección bajo sus pantalones. Y justo cuando iba por la esquina donde tantas noches
trabajó como campanero, una corriente de aire levantó el vuelo del vestido amarillo y dejó al
descubierto un par de labios rosados carnosos apetitosos delicados gustosos seductores
exquisitos y húmedos como la sangre que ya empezaba a asomarse por la hendija de la
puerta.