Rodrigo Miranda y Alia Trabucco Zerán
Todos los chilenos que rodean los 30 años recuerdan o creen recordar el 5 de octubre de 1988, el día del plebiscito donde el dictador corrió solo y salió segundo, como tituló el Fortín Mapocho, ingenioso diario opositor de la época. Mesas constituidas, proceso eleccionario, apoderados de mesa, marca de tinta indeleble en el dedo pulgar, Augusto Pinochet -Sí -No. Franja electoral. No hasta vencer. Sí, un país ganador. Somos Millones. No +. Todo era un lenguaje nuevo y desconocido para los niños que habían crecido en un país de tradición republicana transformado en regimiento militar. Ya era de noche y las familias se sentaban a ver televisión, pero los programas especiales de prensa habían sido suspendidos por la falta de información y transmitían en su reemplazo El Coyote y el Correcaminos. Radio Cooperativa, con su característica musical de tambores que siempre anunciaba que algo pasaba, rompía el silencio e informaba en titulares: Si, 43,0%. No, 54,7%. A los 32 años, la escritora chilena Alia Trabucco recuerda ese triunfo del No desde la memoria infantil en su primera novela La Resta, publicada en España por Demipage y en Chile por Tajamar. Alejada del discurso oficial, convierte al Santiago de esa época en una ciudad plagada de cadáveres, en una morgue donde la alegría nunca llegó. Buena parte del libro -premio del Consejo de la Cultura de Chile 2014- fue escrito en distintas bibliotecas públicas entre cambios de casa, de ciudad y de país. Abogada de la Universidad de Chile y master en escritura creativa de la Universidad de Nueva York, hoy vive en Londres, donde estudia un doctorado en literatura latinoamericana en la University College. Por estos días, trabaja como editora de ficción en el sello independiente Brutas Editoras, investiga para su doctorado sobre las mujeres asesinas en el discurso jurídico y cultural chileno y escribe su segunda novela.
La Resta es ficción, pero no se puede obviar que tiene algo de autobiografía. ¿Qué recursos te permitieron construir las voces e historias de los personajes?
No pensé esta novela como auto-ficción ni como escritura del yo. Sigo creyendo en la ficción a secas, en su capacidad de intervenir en zonas donde la memoria es insuficiente. Sin embargo, no me extraña tu pregunta; ha sido interesante constatar la lectura que han generado ciertos episodios de la novela. La noche del plebiscito de 1988, por ejemplo. En La Resta, esa noche está relatada desde la visión necesariamente incompleta del recuerdo infantil. Me interesaba intervenir el relato épico de la alegría del 88 y contaminarlo con temor, desconfianza y resentimiento. Tal vez algunos lectores se ven reflejados en esa algarabía intervenida, en esa alegría que no fue, y de ahí surge esa lectura del texto. Es una posibilidad. Yo, sin embargo, no sé si tengo recuerdos de esa noche. Honestamente no lo sé, y eso es raro y triste y también interesante. ¿No son acaso todos los relatos de la niñez una construcción? Por otro lado, el relato puramente realista está quebrado en esta novela y fue ese punto de fuga el que me permitió urdir las dos voces; pensar la post-dictadura en una clave más delirante. La estructura, entonces, surgió a partir de los propios temas del texto: el intento por cuestionar la autoridad del “gran relato”, por ejemplo. Quería que Felipe, un personaje bastante ambiguo, cuestionara y completara el relato de Iquela, y viceversa. Quería interrumpir la trama: que la historia quedara repleta de agujeros negros, o de agujeros iluminados, tal vez, donde aparecieran cientos de miles de ojos.
¿Te interesa tensionar el lenguaje y las estructuras tradicionales? La organización de los capítulos de la novela es una cuenta regresiva…
El lenguaje está bajo una lupa en esta novela. Me interesaba examinar la niñez y los años setenta interceptando las palabras, sometiendo cada término a un examen un poco cruel. El personaje de Iquela, en su papel de traductora, permitía ese escrutinio: poner en tensión el castellano, el chileno, el del pasado y el actual. El lenguaje se tensiona cuando se toman palabras como célula, facción o frente y se traen a la actualidad, se observan repentinamente vaciadas. Ese ejercicio, extraño y doloroso, no sólo supone interrogar los términos, las sílabas que dan forma a una palabra, sino el contexto que las sostiene: el pasado que las dotaba de contenido, es decir, el pasado que detonaba esas palabras, en contraste con el presente que las ha vaciado, desactivándolas. Por otro lado, el lenguaje en Felipe está tensado de otra manera: es una corriente ininterrumpida, una vorágine donde, a ratos, el personaje es puro ritmo, ritmo e imágenes que lo atosigan. La organización en una cuenta regresiva es reflejo de ese delirio.
La novela transita por un terreno sensible, incómodo: el bagaje heredado por los hijos de los militantes de izquierda que lucharon contra la dictadura de Pinochet. En los personajes ¿hay una necesidad de poner una sana distancia e independizarse de la historia de sus padres?
Me preocupaba y me sigue preocupando la proliferación de relatos donde la nostalgia se impone como única perspectiva a la hora de examinar nuestro pasado reciente. No sólo ocurre con la literatura, sino también con la televisión, que encuentra en la nostalgia un sentimiento fácilmente apropiable; un sentimiento que, a la larga, puede ser políticamente desactivador. ¿Qué dice sobre el presente esa nostalgia? A nivel político, me preocupaba que la única manera de asumirse de izquierda tuviera que ver con un posicionamiento retrospectivo, dejando la crítica al presente, a este presente ultra-capitalista, para mañana, para pasado mañana y así… Desde luego, es más fácil criticar a los padres cuando esos padres fueron de derecha o de centro o se declararon ignorantes y apolíticos, justificando activa o pasivamente el terrorismo de Estado, pero hay otras preguntas difíciles, más difíciles, tal vez: ¿cómo enfrentar el presente, cómo politizar el presente en el contexto de ese legado político de izquierdas?
Frente a la herencia política dejada por los padres, ¿los hijos responden con un proceso de crecimiento autónomo, como si quisieran emprender un camino propio?
Frente a una herencia política que ubica a los personajes en una posición incómoda a nivel afectivo y político, hay muchas alternativas: asumir ese pasado y reivindicar la nostalgia heredada como propia; negar ese pasado y caer en la terrible retórica del olvido; o enfrentarse a esa incomodidad y urdir un camino que es propio y también ajeno, que supone aceptar y rechazar el pasado, interrogar la memoria, pelearse con ella, demoler la memoria oficial que se intentó imponer en la pos-dictadura para construir otra, otras memorias, heterogéneas, disidentes; desarmar la retórica de la reconciliación y asumirse en un vacío. Los personajes de la novela están en esa búsqueda. Por eso La Resta es un viaje pero también un duelo: un duelo como enfrentamiento, como lucha, y un duelo como pérdida.
Hoy la literatura está regida por el mercado y las grandes editoriales transnacionales la reducen a un bien de consumo más. ¿Cómo escapar a ese efecto homogeneizador?
Creo que precisamente debido a la existencia de esos grandes grupos editoriales, que publican un cierto tipo de literatura y dejan fuera otras muy interesantes, han surgido pequeños sellos independientes, aquí y allá, que buscan otras autoras, otros autores, otra manera de escribir, que se instalan en zonas incómodas. Lo que ocurre en Chile con La Furia del Libro es un ejemplo interesante y también pasa en Estados Unidos, donde proliferan pequeñas editoriales que publican libros excelentes. La existencia de estos sellos habla de un cambio en las reglas o, al menos, de la existencia de un universo paralelo donde estos libros, estos otros libros, existen y circulan. Es fascinante, además, el doble papel que cumplen algunas de estas editoriales: no solo descubren nuevas escrituras sino que desentierran otras. Exhuman voces que reaparecen frescas, renovadas, que nos interpelan de una manera espectral. La reedición, es decir, el desentierro, es también una labor fundamental de estos sellos, porque cada dos por tres se anda bautizando una “nueva narrativa”, una “nueva literatura”, olvidando la larga y ancha historia de nuestras literaturas.
¿Escribir desde una ciudad a la que no perteneces y la distancia física del país de origen ayuda a un redescubrir rasgos de tu propia identidad?
Creo que se escriben literaturas muy distintas desde Nueva York y también desde otros lugares. La perspectiva que otorga la distancia se puede obtener en Punta Arenas o Nueva York. La particularidad de esta ciudad, hoy en día, tiene que ver con el número de escritoras y escritores hispanoamericanos que se han asentado ahí, pero en ningún caso hay un estilo unívoco entre ellos. Lo que hay son muchas literaturas, muchos castellanos. Pienso en voces tan distintas como Sylvia Molloy o Sergio Chejfec, Valeria Luiselli o Richard Parra. Además, algunas de estas literaturas no intentan examinar la propia identidad desde la distancia. Otras sí, desde luego, pero no hay una marca común en ese gesto.
-¿Cómo ves los intentos de Chile para deshacerse del modelo neoliberal heredado de la dictadura?
Ojalá hubiera más convulsión: el territorio chileno como un largo cuerpo afiebrado, que convulsiona. Creo que desde el 2011 hay atisbos críticos interesantes. Grupos que se articulan políticamente para cuestionar el modelo capitalista de manera sistémica. Los estudiantes se han mantenido activos durante años, pero algo no funciona cuando se producen movimientos sociales de esa envergadura que luego no se traducen en una politización más amplia y horizontal. Lo ‘político’ sigue secuestrado, sigue siendo una palabra peligrosa, sospechosa. Y creo que las posibilidades de deshacerse del modelo neoliberal heredado de la dictadura pasan por reivindicar la política, la palabra política, el discurso político, es decir, desnaturalizar el modelo económico y politizarlo, vincular el capitalismo presente y el terrorismo de Estado que le dio origen.
-¿Cómo ves la literatura chilena desde la distancia?
Hay muchas literaturas en Chile o tantas literaturas como Chiles; una tremenda heterogeneidad, desde voces como Lina Meruane, Alvaro Bisama, Diamela Eltit, hasta nuevos registros como Felipe Becerra o Natalia Berbelagua, que son muy interesantes. Creo que gracias a la existencia de nuevas editoriales se está publicando mucho y aparecen voces excelentes, un poco más arriesgadas.
En La Resta elegiste un epígrafe de un libro de Herta Müller ¿Qué escritores te han influido?
Creo que mi escritura se ha nutrido tanto de una tradición (o contra-tradición) chilena como universal. Para la escritura de La Resta leí de fuentes muy distintas, en clave de ficción y no ficción. Después de todo, la experiencia del totalitarismo y sus repercusiones ha sido abordada desde muchos registros así que busqué en espacios bastante disímiles. Algunas lecturas más teóricas fueron importantes, las reflexiones de Hannah Arendt sobre el rol de la burocracia en la imposición del terror. Luego, en clave de ficción, Herta Müller, su maestría para convertir la violencia en belleza, la peculiaridad de sus imágenes y su ritmo. Müller siempre te fuerza a leer lento, a detenerte. También fue crucial leer lo que se había escrito en Chile y Argentina sobre este tema. Empecé a acumular una especie de mini-biblioteca mortuoria: La Amortajada, de Bombal, Mapocho de Nona Fernández, Ruido de Alvaro Bisama, Los Topos de Felix Bruzzone, Perlongher y sus Cadáveres, Di Benedetto y sus Suicidas, los otros suicidas de Leila Guerriero, El Común Olvido de Sylvia Molloy, y así. Al ladito, otra mini-biblioteca para pensar el resentimiento y la violencia, Elfriede Jelinek, Nicolás Poblete, Jorge Barón Biza y Lionel Tran. Y Carlos Droguett, sus Patas de Perro: un librazo. Finalmente, Faulkner, Mientras Agonizo, donde el cadáver también emprende un viaje, el inverso de La Resta, eso sí.