Collage: Products of P
Un perro es un continente
¿Cómo escapar de él?
Herencia
Durante mi juventud me identifiqué con los gatos. Me pensaba autónoma, misteriosa, egoísta y rebelde. Los años me fueron domando y, ahora, cada vez que agacho la cabeza, me doy cuenta de que lo que tengo dentro de mí es un perro.
Así se siente tu ausencia en Brooklyn
A medio dormir, todavía con los ojos cerrados, estiro la mano entre las sábanas y no alcanzo tu cuerpo caliente. No siento tu largo y terso abrigo azabache al que el paso de los años ha ido llenando de invierno. No escucho el patrón regular, sólo interrumpido de vez en cuando por un gruñido bajo que se te escapó de los sueños, de tu respiración cuando duermes. No siento la fuerza inmanente de otra vida junto a la mía. Y me levanto a un día más de frío y de rutina, acompañada de tu ausencia.
El silbido de un caballero
Hace diez años, cuando recién llegaste a nuestras vidas, tuve un novio que decía que eras un perro hermafrodita. Si es que es así, prefiero en todo caso, haciendo honor a los tiempos que corren, nombrarte un perro trans. Cuando vimos tus primeras fotos y contacté a la chica que te recogió de la calle junto con tu mamá y tu hermano, me dijo que eras un macho. Ya tenías nombre. Ella te había bautizado como Chancho, y de entrada Camila y yo decidimos que no nos gustaba, que en cuanto te tuviéramos en nuestras manos te íbamos a encontrar el nombre que mejor te quedara. Pero cuando te vimos por primera vez no pudimos, aunque esa es otra historia que te contaré después. Así que Chancho se te quedó para siempre. Chancho eres y Chancho serás hasta el día que ya no seas.
Vuelvo a tu perruna identidad de género. Sólo de verte supe que era verdad lo que me había dicho la chica que te rescató: una pequeña protuberancia que resultó ser tu pene, y ese par de bolas perdidas en la selva oscura de tu pelaje, largo, a pesar de que sólo tenías tres meses de edad, confirmaron que biológicamente eras lo que en la clasificación científica de la naturaleza se llama un macho.
En los diez años que llevas viviendo en el departamento de la colonia El Reloj, nunca has intentado montar a una hembra de tu especie —ni de ninguna otra —. Has tenido tus amigas, eso sí. Todo el clan de perras de Dalia, la vecina que las sobrealimenta pero las saca a pasear por lo menos dos veces al día. Perro completo, porque mi hija y yo decidimos no esterilizarte, conservar tu cuerpo entero hasta el final de tus días, que espero, tarden mucho en llegar.
Pero he aquí que me encuentro otra vez de cabeza con el tema del perro trans, o hermafrodita, como decía el hombre aquel. Le doy vueltas y no recuerdo por qué llegó a esa conclusión. Quiero decir, no hubo un hecho en el tiempo, una acción específica, un dato que desatara la deducción. —Quién sabe qué proyecciones haría de sí mismo—.
Lo que sí sé es que eres un poco cobarde, que la separación cotidiana, aunque sea por unos minutos, te duele como si te estuvieran arrancando un pedazo de piel, y que entonces haces alarde de tus mejores registros de soprano. Gritas una octava arriba de lo que un oído humano esperaría de un macho. Ya sé: un oído humano no es el más avezado en estas cuestiones. En un país de machos y de estereotipos como el nuestro, a mi ex novio le parecía razón suficiente para colgarte una etiqueta de género.
Con la lúcida convicción de sus (entonces) nueve años de edad, Camila decía que el alcance de tu tono se debía a que eras un cachorro, que cuando crecieras se te engrosaría la voz. Pero cumpliste uno, dos, cinco, ocho, diez años y todavía no sucede. La angustia que te provoca la separación sigue siendo tan aplastante que tu voz continúa sonando como una cuchillada en el hielo.
Hay circunstancias, en el otro extremo del espectro de la vida cotidiana, en que emites, al descuido, una especie de silbido. Es como si el tren de tus pensamientos se escapara de entre tus colmillos en forma de aire descomprimido. Te miro y me encuentro con tu mirada profunda, en la que puedo advertir recovecos a los que nunca podré acceder, y te pregunto ¿qué pasó?, ¿por qué silbas? Me miras y quieres, también, entrar en mi mente para desentrañar, a tu vez, el misterio de mis palabras. Ladeas la cabecita hacia la izquierda, hacia la derecha, mientras levantas las orejas coronadas por unos pelos largos, que parecen unas manos humanas estiradas como las del hombre pálido, ese personaje de El laberinto del fauno.
No me entiendes ni te entiendo ¡y mira que hacemos el esfuerzo! Vienes corriendo hacia mí y brincas, tal vez queriendo alcanzar mi rostro, pero como eres un perro pequeño sólo alcanzas a llegar a mi cintura. (Yo también soy baja de estatura, ¡qué le vamos a hacer!). Te cargo y mi rostro queda al alcance de tu hocico. No te cansas de lamerme. En los peores momentos, cuando no tengo un peso en la bolsa y me pesan todas las ausencias del cuerpo, me provocas algo parecido a la risa. Te digo que no, que te detengas, pero tu lengua rasposa y la certeza de tu necesidad —no me atrevo a llamarla amor— me saca todas las tristezas que llevo encima hace años y que ningún medicamento ha sido capaz de erradicar.
Al final, somos esto: dos animales que se reconocen mutuamente como tales. Aunque también podría ser que tú y yo, los dos, seamos humanos, que lo que escribió John Berger, “Los animales han ido desapareciendo. Hoy vivimos sin ellos”, no se puede aplicar a nosotros.
Interludio: ya no soy mujer de felinos
Cuando era joven me encantaban los gatos. A Cortázar también. Lo mismo a Borges, Bradbury, Colette, Bukowski, Joyce Carol Oates, Capote, Patricia Highsmith, Burroughs, Doris Lessing, incluso al extraño espécimen que fue Edward Gorey. Hay quien dice que existe una relación creativa entre los gatos y sus humanos escritores.
Y también está Carlos Monsiváis, cuya casa visité un par de veces a principios de la década del 2000 para entrevistarlo. Había papeles y gatos por todas partes. Los pelos y el olor a orines convivían con las pilas de libros, periódicos y documentos que desde hacía tiempo habían desbordado los libreros y por eso invadían prácticamente cada rincón de su departamento de la colonia Portales. Cuando murió la causa oficial fue “insuficiencia respiratoria”. Estuvo hospitalizado durante dos meses y medio, pero ya no se recuperó. Corrió el rumor de que había sido una víctima fatal de los pelos de los gatos y el polvo de los libros. Si de verdad así fue, ¡qué mal le pagaron sus animales favoritos!
Desde los trece hasta los veintinueve tuve tres gatos: Douglas (por James Douglas Morrison, el Rey Lagarto), Denise (por una periodista que entonces admiraba) y Renata (porque ese nombre siempre me ha gustado). Los quise mucho. Si en esa época ya se hubiera publicado El amigo, seguro habría comulgado con la reflexión acerca de los perros que Sigrid Nunez puso en la mente de su protagonista: “Pero es esta devoción a los humanos, tan instintiva que es libremente otorgada a personas que no la merecen, lo que me me había hecho preferir a los gatos”.
Cuando empecé a envejecer descubrí que el egoísmo de los felinos —disfrazado de independencia— ya nomás no pegaba con mi forma de ser. Eso, aunado a la obstinación de mi hija, que se empeñó en que debíamos adoptar a un perro, hasta que me convenció.
Al principio no estaba muy segura; nunca tuve relación con un perro. Sólo mis primas Rosa María y Lariza tuvieron canes, y no me sentía especialmente atraída por esos peludos y apestosos que las seguían a todos lados y a quienes, por si fuera poco, había que sacar varias veces al día para que hicieran sus necesidades.
Además, si los dueños de gatos tenían fama de intelectuales y creativos, para mí, quienes preferían a los perros eran almas demasiado sencillas, rondando lo simple. Creo que sobre todo me resistí por eso, aunque al final la chiquilla insistió tanto que no me quedó más remedio que sucumbir a sus deseos. Como siempre. Como con casi todo lo que ha deseado en la vida.
El territorio
El mismo novio que se creía experto en idiosincrasia canina (y en muchas otras cosas), decía que para ti yo era la jefa de la manada. Que por eso me seguías, moviendo la cola y levantando las patitas con elegancia, a cada paso, cual prima ballerina ejecutando El lago de los cisnes. Ni siquiera en el baño podía tener un poco de privacidad, porque si te cerraba la puerta en las narices podía ver cómo la decepción se te metía en los ojos. Así que sí, la mayoría de las veces te dejaba pasar, ¡qué remedio! Si querías oler los gases que brotaban de mis entrañas en mis momentos menos elegantes, allá tú.
Pero también había instantes en los que ni todo el arsenal de tu chantaje me hacía renunciar a mi pedazo de intimidad y te cerraba la puerta. Pasados unos cuantos minutos, cuando terminaba lo que fuera que estuviera haciendo en el baño y llegaba el momento de salir, te encontraba ahí, del otro lado, tranquilamente echado, esperando. Esperándome. Dispuesto a emprender el paso para caminar a mi lado a donde quiera que fuera: la cocina, la recámara o la sala.
La jefa de la manada, no tu mamá. No a esa ridiculez (así le dicen) de humanizarte. Pero no lo he podido evitar: te llamo papá, te llamo bebé, te llamo mi amor. Ni modo: contigo, el repertorio de mis cursilerías se vuelve inacabable. No sé si eso es humanizarte, pero lo que sí he sabido desde siempre es que el amor es esta cosa pesada y esclavizante contra la que es muy difícil luchar. Y hoy me levanto a un día más de frío y de rutina, acompañada de tu ausencia.
Como buen integrante de la manada, hace años que te dio por marcar tu territorio en cualquier rincón del departamento que tu patita levantada pudiera alcanzar. Ahí sí, macho hasta las últimas consecuencias, sueltas el chorro de orina contra una de las patas de la mesa o la esquina donde se juntan las paredes que una vez fueron blancas y ahora tienen tonalidades amarillentas y rosáceas. No importa que el tapete desechable te espere, con su blancura abandonada, en el baño.
Sé perfectamente que si hay algo que me pudieras reprochar toda tu perruna vida es que no te he sacado a pasear con la constancia que debería. Y ahora estamos tan lejos el uno de la otra que no encuentro cómo ponerle remedio a mi falta. Traicioné tu devoción por una razón tan banal como la flojera, la desidia. Pensé que había algo más importante que sacarte a pasear, que sentir cómo jalabas de la correa cada vez que algo te llamaba la atención. Algo que con mi limitada humanidad nunca podría entender: un poste, el pedacito de hierba que se abre paso entre la contundencia del cemento, la base rugosa de un tronco viejo, la tierra que alborotaron otras garras antes que las tuyas. Y me levanto a un día más de frío y de rutina, acompañada de tu ausencia.
La burocracia
Hace unos meses, cuando estaba a punto de dejar mi tierra, mi casa, a mi hija humana y a ti en pos de un sueño que cada vez me parece más absurdo, comencé a investigar cómo traerte conmigo a este país.
Encontré que, de acuerdo con los Centros para el Control y Prevención de las Enfermedades, CDCs por sus siglas en inglés, necesitaría traer tu certificado de vacunación oficial, con una traducción, para probar que estás vacunado contra la rabia. También sería necesario un documento que estableciera que durante los seis meses anteriores a tu entrada a Estados Unidos no estuviste en algún país con alto riesgo de rabia. México no entra en esa categoría, así que supongo que una carta escrita, impresa y firmada por mí, jurando que has pasado tus diez años de vida en nuestro país, bastaría. Eso y la dichosa cartilla de vacunación.
Casi lo olvidaba: también necesitarías un chip que no sé cuánto costaría ponerte pero que seguramente no es muy caro, pues una conocida le puso uno a su perro.
¿Fácil, no? También investigué qué línea aérea te permitiría viajar conmigo en la cabina. He escuchado tantas historias de perros perdidos por las aerolíneas cuando viajan como carga, que no estaría dispuesta a correr el riesgo. Incluso, una vez vi una verdadera película de terror en alguna red social (debía haber sido Instagram o TikTok porque desde que Elon Musk se apoderó de Twitter y la convirtió en una insulsa X, cada vez la visito menos). Así iba la escena: un hombre adulto, de mi edad o incluso más viejo que yo, gritaba en el mostrador de una aerolínea porque le habían perdido a sus cuatro perros. ¡Son mis hijos!, reclamaba, ante las miradas entre incrédulas y apenadas de otros pasajeros. Desde la perspectiva del video no se podían apreciar los rostros de los empleados de la aerolínea, por lo que me fue imposible ver sus reacciones, pero el hombre no sólo gritaba, aullaba como un verdadero jefe de la manada porque le habían perdido a sus compañeros y nadie le daba razón de dónde podrían estar.
Sólo de verlo me estremecí. De ninguna manera te expondría a sufrir ese destino de perro perdido entre maletas y otras jaulas, temeroso, con hambre y frío, sin entender qué sucedió.
Así que volví a mi búsqueda: encontré que si cabes en una transportadora, que a su vez se pueda meter debajo del asiento de enfrente, podrías viajar conmigo en American Airlines. Esta transportadora —haré el ejercicio de no llamarle jaula, me pone los pelos de punta—, de acuerdo con el sitio web de la aerolínea: “Debe ser lo suficientemente grande para que su mascota se pare, gire, se siente y se recueste de manera natural (sin tocar ninguno de los lados ni la parte superior del contenedor)”. También dice que debe tener recipientes para comida y agua que estén “bien sujetos dentro de la jaula” (ahí está la maldita palabra otra vez) y material absorbente —que no sea paja o virutas— para que puedas mear y/o cagar a gusto.
Las disposiciones incluyen que no estés sedado porque, de acuerdo con la Asociación Americana de Medicina Veterinaria, correrías más riesgo de sufrir problemas cardíacos o respiratorios en las nubes. ¡Si supieran lo difícil que siempre has sido para viajar, aún en carro! Y eso que jamás te metimos a una transportadora; siempre ibas con la correa amarrada a la mano de Camila, en el asiento de atrás, pero invariablemente ladrabas como desesperado aunque mi hija te abriera la ventanilla y pudieras asomar la cabeza al viento. Sin embargo, una vez conseguido tu objetivo, la emoción de la aventura te duraba demasiado poco; quizá no encontrabas tan divertido ver pasar los otros autos, los árboles, los postes y las nubes a gran velocidad, como sí les parece a otros perros.
El caso es que, sin estar sedado, sería casi imposible que te estuvieras quietecito, bien portado, en una transportadora de metal y plástico en un vuelo de casi cinco horas, desde la Ciudad de México hasta Nueva York.
Salvados esos requisitos, sólo quedaría pagar la cuota por llevarte conmigo en la cabina: 125 dólares, que, a cambio de tanto amor, hasta yo me atrevo a decir que no son nada.
Cuando la realidad supere esta ficción amorosa
Ahora, mi Chancho, te invito a que hagamos un ejercicio: imaginemos que salvamos todos los obstáculos y por un milagro —quizá porque intuirías que este incómodo trance sería el trámite inevitable para el comienzo de una nueva vida juntos— te comportaras a la altura en las alturas y pasáramos migración y aduana sin mayores contratiempos. Queda entonces planear cómo sería nuestro día a día en este pequeño estudio de Bed-Stuy, con mi rutina de idas y vueltas diarias a Manhattan para dar y tomar clases. ¿Cuántas horas estarías solo al día?, ¿comenzarías a mear en los rincones y el piso de madera, en los tapetes que he ido comprando para hacer de este lugar un poco más hogar? ¿Extrañarías a Cami y a Hera, la gata que adoptó mi hija, tu compañera de juegos, o sólo las ventanas de la sala y mi recámara donde te pasas mañanas completas echado al sol? ¿Extrañarías también la grabación de “se compran colchones, estufas, microondas y fierro viejo que venda”, a la que sueles responder con un ladrido largo, como si quisieras establecer un diálogo con lo que sea que esté detrás de esas ondas sonoras? ¿Extrañarías la voz de mi padre cuando te visita, sus caricias bruscas que casi te voltean de cabeza, o echarle pleito a través de la puerta a Coco, el perrote vecino, cada que va bajando o subiendo las escaleras del edificio? ¿Te gustarían el frío, la llovizna, la nieve? ¿La comida de aquí? ¿Cuánto me costaría alimentarte? ¿Y vacunarte, desparasitarte, una emergencia veterinaria?
Una rápida googleada me permite averiguar que, “de acuerdo con Kerry O’Hara, directora de análisis de datos de la Asociación Estadounidense de Productos para Mascotas”, en 2023 el costo anual de mantener un perro en Estados Unidos era de mil cuatrocientos dólares. Sin embargo, estas cifras me parecen optimistas. Según mi amiga Marianela, argentina que lleva más de veinte años viviendo en este país y adoptó un perro peludo y bajito de estatura como tú, una sola visita de urgencia, si no tienes seguro, te puede salir en más de mil dólares.
¿Podría conseguirlos? Tal vez sí. Muy probablemente. Si ya me he endeudado dos veces para pagar la renta del espacio en donde vivo, no dudaría en hacerlo si tú llegaras a tener una emergencia. O incluso para cosas menos extremas, cotidianas, como tus vacunas o el chip que tendrías que llevar debajo de la piel, a fuerzas, si vivieras de este lado de la frontera.
Y me levanto a un día más de frío y de rutina, acompañada de tu ausencia.
El espacio del amor
Si alguien me preguntara cuáles son las medidas del estudio en donde vivo, seguro que no le sabría responder. Vamos, ni siquiera una aproximación. Soy pésima para las proporciones. Para las medidas temporales no, porque es imposible descumplir años.
El caso es que, volviendo al tema de cuánto mide este espacio, lo que sí puedo decirte con certeza es que es más pequeño que el departamento de la Ciudad de México en el que vives con Cami y Hera. Así que es muy probable que aquí te sintieras atrapado. Quizá te pondrías a aullar como condenado cuando yo no estuviera y entonces me meterías en un aprieto. La gente aquí se queja de todo y esta casa vieja de la que forma parte el estudio que habito tiene unos pisos de madera que dejan escapar cualquier ruido, incluso mis pasos sin zapatos —que me acostumbré a dejar fuera de la puerta desde que me mudé aquí—. Si no me crees, sólo habría que preguntarle a Sara, mi amiga y vecina de abajo, a la que le ha de haber costado un enorme trabajo acostumbrarse, pues es una devota de la paz cotidiana. Aquí hago un paréntesis para contarte que quienes quizá no se hayan acostumbrado sean sus gatos, Leo y Lulú, un par de güeros atrigados de enormes ojos verdes como nunca había visto en un felino. Bueno, ni en una persona, ahora que lo pienso.
Lo que quiero decir, supongo, es que un perro nervioso como tú muy probablemente no sería feliz aquí. Pero al mismo tiempo que lo escribo, también pienso que quizá soy yo la que pone pretextos. Al final de cuentas soy una cobarde y me gana el miedo a los problemas que podría acarrear tu mudanza.
Supongo que esto quiere decir que una vez más te estoy traicionando. Y queriendo.
Y me levanto a un día más de frío y de rutina, acompañada de tu ausencia.
Irma Gallo Periodista y escritora. Máster en Estudios Avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universitàt de Barcelona. Premio Nacional de Periodismo Cultural René Avilés Fabila 2018 por el programa de tv Pita Amor. Un recuerdo mantenido. Autora de Profesión: mamá (Vergara, 2014), #YoNomásDigo (B de Blok, 2015), Cuando el cielo se pinta de anaranjado. Ser mujer en México (UANL, 2016 y VF Agencia Literaria, 2020; segunda edición en eBook), El susurro de las estrellas (Paraíso Perdido, 2023), además de cuatro libros de texto en coautoría con Miguel Ángel Gallo Tirado. También participó en las antologías ¿Por qué escribo?-Hay Festival- (Gris Tormenta, 2018) y Materna (Ed. Fondo Blanco, 2022). Actualmente cursa el MFA in Creative Writing in Spanish en NYU.