Ilustración: Manuela Caicedo
Ácaros
—Dossier El otro-animal—
El enemigo de mi sobrina
Cuando pasamos la aspiradora y mi sobrina está en casa, tenemos que avisarle lo que es: una aspiradora. Tiene dos años y medio. La aspiradora, no sé, cinco o seis. Aún después de la explicación de la aspiradora, mi sobrina se pone a llorar cuando escucha el sonido. A veces grita. Y aún con todo este caos, mi novio insiste en que tiene que pasar la aspiradora. Es porque mi sobrina come como un tornado, deja huevo duro por el piso y migas de galletas y Goldfish rotos. Aunque es mi novio que pasa la aspiradora que causa el sonido que le causa tanta angustia a mi sobrina, ella está totalmente enamorada de él. De Dani. Yo también.
A mí también me molesta el sonido de la aspiradora, cómo se vuelve agudo cuando chupa algo que se resiste. Me distrae mientras escribo. Me pongo a mirar a mi novio, manejando la máquina roja por debajo del sofá, por la esquina donde está la calefacción, por el pasillo. A mí me gusta ver sus músculos articulándose bajo su remera. Me gusta que se vea tan masculino haciendo una tarea de limpieza clásicamente feminizada. Pienso en amas de casa de los años cincuenta, con su falda y delantal. Pero él lo hace con tanta fuerza. Nunca, por ejemplo, silba.
El enemigo de mi novio
Es porque tiene alergias. A los perros y al polvo y quizás a los huevos, no sabemos bien. Yo me considero una buena novia —cuidadosa, cariñosa—pero la verdad es que yo no respeto las alergias de mi novio. Lo cual no es bueno, lo sé. Me parece muy fastidioso todo. Lo de no comer huevos, lo de lavarse las manos después de tocar un perro y, más que nada, lo de pasar la aspiradora muchas veces al día. El polvo no me impresiona como algo tan sucio. Es liviano y seco y a veces se junta en bolitas suaves. En inglés decimos dust bunny, lo cual es bastante cute. Prefiero el polvo a la aspiradora.
La amiga del enemigo
Cuando nos mudamos a este piso, mi novio me rogó: No hagas lo que hiciste en el piso viejo, por favor. Es decir: no coloques tus libros en torres caóticas por la casa. Me dijo que me compraría un estante y me lo compró. Pero tengo tantos libros que, aún llenando todos los estantes, sobra una cantidad perfecta para bordear el pasillo con torres. Me dijo que causa estrés visual, pero a mí me gusta ese estrés. Me gusta que mi casa parezca mi mente; que la he creado a mi propia imagen. Pasa que, entre las torres de libros que corren a lo largo del pasillo, se forman montones de polvo. Es muy difícil navegar con la aspiradora entre ellas y que no se caigan. Así que he creado, dentro de mi casa, un albergue para el polvo y una pista de obstáculos para mi novio. Cuando pasa la aspiradora, Dani se detiene varios minutos en el pasillo. Hay, no sé, veinticinco pilas.
El asesino de Inglaterra
Leí una noticia de Inglaterra —un ranking de los animales más peligrosos del país. Resultó que no era el tiburón ni el tigre ni los mapaches rabiosos ni los halcones ni ninguna especie de víbora. El animal más peligroso de Inglaterra era el ácaro del polvo. Cada año 1.204 personas mueren por ataques de asma. No tienes alergia al polvo, le digo a Dani, mientras remuevo el tofu en la sartén, tienes alergias a los ácaros del polvo. Me parece un poco más digno tener alergia a algo vivo que al polvo.
Los amos de la casa
Ni sabía que estaban vivos, los ácaros, que eran animales. La vida suele ser reconocible inmediatamente. Algo que se mueva, que respire, que grite. Pero hay una clase de seres vivos que no se mueven. Animales que, en algún momento, alguien me tuvo que avisar que lo eran. El coral, las esponjas marinas. Hago más investigaciones y resulta que los ácaros sí respiran y comen y caminan. Hacen más o menos lo que yo hago, pero en una escala mucho más pequeña. Incluso cagan. De hecho, mis investigaciones ilustran otro dato importante. Técnicamente, es el excremento de los ácaros lo que contiene los hongos, Aspergillus penicillioides y Wallemia sebi, que causan las alergias. Y son los ácaros quienes producen el excremento. Así que Dani no tiene alergias al polvo ni a los ácaros del polvo sino a la caca de los ácaros del polvo. Esto me parece una alergia menos digna, no se lo digo.
Los ácaros son el animal con el que más vivimos. Un colchón puede hospedar diez millones de ácaros. Pero también están en las cortinas, en los cojines del sofá, en la alfombra que mi papá nos regaló, e incluso en superficies duras, como el piso, como los huecos entre las pilas de libros.
Ahora que lo pienso, una aspiradora tiene los rasgos que busco en un ser vivo —se mueve, respira, grita. Come todo lo que puede.
Los ácaros son mucho más numerosos que nosotros. Me siento invadida. Aunque siempre han estado con nosotros, ahora todo es distinto, sabiendo que están por todos lados y que están, además, vivos. Estoy caminando entre millones de criaturas, pisándolos, sentándome encima de ellos, haciendo, de alguna forma, cucharitas con miles de ácaros a la vez cada noche. Vivo en una selva. Mejor dicho: vivo en una civilización invisible. Estoy agradecida de no poder verlos. Bajo un microscópico, parecen extraterrestres con varias piernas. Son horrorosos.
Hay una suerte de guerra ocurriendo. Amenazan el sistema respiratorio de Dani. Amenazan, indirectamente, la tranquilidad que necesito para escribir (esto a causa de la aspiradora, matando los ácaros). Amenazan, aún más indirectamente, la relación entre Dani y yo. Me dijo hoy que no puede vivir así, con tanto polvo.
Este es el peligro de crear una casa a mi propia imagen. Si mi novio me dice que no puede vivir con la casa en este estado, quiere decir que no puede vivir conmigo en este estado.
El asedio del enemigo
Los ácaros del polvo comen las escamas de la piel que caen de mi novio y de mí. Leo que un ser humano produce 1,5 gramos de células de piel muertas cada día y que esta cantidad satisface a un millón de ácaros. Caen de nuestras piernas escamosas por la calefacción y de nuestros cuerpos desnudos mientras hacemos el amor y del cuero cabelludo de mi novio. Él sufre de caspa y se empeora cuando se estresa o cuando le surge un ataque de alergias. Tomen, coman, este es mi cuerpo, dice Dani, como un Cristo accidental. Y los ácaros comulgan.
Cuando era pequeña y aprendimos sobre la cadena alimenticia en el colegio, nos enseñaron que el ser humano se situaba al tope, en el ranking número uno. Pero es mentira. Hay por lo menos un animal que nos come. Es el ácaro del polvo.
Sin embargo, los ácaros del polvo nos comen por casualidad, sin querer. Lo que quieren comer de verdad son los hongos que crecen en las escamas de nuestra piel cuando se caen y se mueren y se descomponen y se fermentan. No les gusta, por ejemplo, comer una escama fresca. Hay que esperar como si fuera un vino caro. Esto me hace pensar que los ácaros del polvo tienen gustos sofisticados y una suerte de autocontrol que quizás yo no tengo. De hecho, los ácaros del polvo ni pueden digerir células de piel humana —solamente las cosas que vienen encima de ellas. Así que nuestras escamas de piel son para ellos más como platos que comida.
Mi crisis existencial
El ácaro me indica lo que soy: Un plato. Varios platos. Útil por lo que llevo, pero no útil en mí.
La cama del enemigo
Son las doce de la noche y quiero mirar la tele. Una serie sobre chimpancés. Mi novio quiere pasar la aspiradora. Escucho el sonido desde mi cuarto mientras un grupo de chimpancés pelea violentamente contra otro grupo de chimpancés. Me estresa muchísimo. Mi novio pasa la aspiradora por debajo de la mesa de la cocina, luego el sofá y la cama y después entra en la cama, con la casa limpia y quieta y oscura. ¿Cuántos ácaros ha succionado la aspiradora?
Mi último pensamiento antes de dormir es una cita de John Berger: “Los animales han desaparecido. Hoy vivimos sin ellos.”
La vida del enemigo
Es muy difícil encontrar información sobre las vidas de los ácaros del polvo. Todo lo que encuentro en línea dice cómo matarlos. Un artículo explica que son sociables, que se mandan mensajes uno al otro por las feromonas y que los machos, que son más débiles que las hembras, suelen unirse para protegerse y acceder a recursos —nuestras escamas de la piel, gotitas de agua. Los machos viajan en grupos. En un segundo viajan 130 micrómetros, lo cual es un poco más ancho que un mechón de cabello. Calculo que en un día pueden caminar 11,2 metros. Es como la mitad de un vagón del metro. Pero esto sería si caminaran sin parar por veinticuatro horas. Y me imagino que un ácaro del polvo necesita descansar en algún momento.
Pero el artículo solo tenía información sobre la vida social de los ácaros para poder aplicarla en su matanza. La idea era que se podría atraer a los ácaros usando un químico parecido a sus feromonas, el formiato de nerilo. Se juntarían, pensando que había una gran señal, y, congregados así, sería fácil exterminarlos.
En una trayectoria natural de vida, los ácaros del polvo viven de dos a cuatro meses. Pero en nuestra casa mueren muy jóvenes.
El salvador del enemigo
El agua es un gran tema para un ácaro del polvo. Sin agua, se mueren. Sin agua, yo me muero. El ácaro del polvo pierde mucha agua por su exoesqueleto. Un ácaro del polvo solamente puede sobrevivir en climas húmedos y de 68 a 77 grados Fahrenheit. Yo prefiero esta misma temperatura. Durante los inviernos, Nueva York es muy seco, y más seco aún a causa de la calefacción. Por un lado, la sequedad produce condiciones hostiles; pero por otro, mi piel y la piel de Dani se secan rápidamente y dejan caer un festín de escamas para los ácaros.
Otro enigma: el ácaro del polvo necesita del agua, pero es tan pequeño que se ahogaría en una gota. Por eso ha desarrollado una manera de chupar humedad directamente de las moléculas del aire.
El ácaro tiene un salvador. Como la sequedad del invierno molesta a mi novio, pone un humidificador por las noches. Me imagino que, cuando prende la máquina, los ácaros hacen una reverencia hacia él, que erigen monumentos en su honor, una estatua microscópica en forma de mi novio.
Pero con la lógica de mi fantasía, los ácaros tendrían conocimiento de nosotros, así que también entenderían que Dani es el que pasa la aspiradora. Me imagino que, cuando la prende, los ácaros gritan y lloran y escupen hacia su cara, tirando maldiciones a él y su familia. Hoy viven sin dioses.
La crisis existencial del enemigo
El nombre científico de los ácaros del polvo es Dermatophagoides pteronyssinus. Viene del griego. Dermis significa piel; phago es comer; y el oides como sufijo quiere decir “algo que parece otra cosa”. Así que su nombre se traduce, crudamente, a lo que parece algo que come piel. Es una redundancia: parece algo que come piel porque es algo que come piel. Lo digo en voz alta para ver cómo se sentiría decirlo: me parezco a lo que soy.
La muerte del enemigo
Puedes matar a los ácaros del polvo de las siguientes maneras:
En una secadora. Tarda veinte minutos.
En el microondas, tarda solamente cinco.
En la congeladora: veinticuatro horas.
En una lavadora con temperatura de 120° Fahrenheit.
Con vapor, también, se mueren.
Lo más efectivo —dicen todas las páginas web—lo más imprescindible, lo más importante es, pues, claro: pasar la aspiradora.
Hoy vivimos sin ellos. Pero mañana, igual, volverán. Es imposible eliminar la población de ácaros totalmente. Una página que leo me informa que debo pensarlo más como una guerra que una batalla.
Las amas de la casa
Mi novio y yo armamos una linda casa juntos. Tenemos torres de libros por el pasillo, mira qué altas y caóticas. Tienen su encanto, ¿no? Mantienen su equilibrio, como todo en la casa. Mientras yo limpio el baño, Dani recoge la ropa de la lavadora. Mientras Dani saca la basura, yo salgo a comprar pan. Mientras espero a que se doren las tostadas (masa madre, otro ser vivo que no lo parece), hago un flujograma. Dani y yo proveemos casa y comida para los ácaros. Yo les ofrezco una casa especialmente cómoda, a causa del polvo que se acumula por los libros. Y Dani les ofrece un clima húmedo y comida de su propio cuerpo. Los ácaros no nos ofrecen nada. Solamente hacen un daño ligero a Dani y causan un poco de estrés doméstico. Pero lo hacen sin querer. Lo hacemos todo sin querer. Es casualidad que proveamos un ambiente tan acogedor para los ácaros, y es casualidad que caguen hongos con toxinas. La única persona del sistema que actúa con intención es, pues, Dani. Él intenta hacer daño a los ácaros, armado con su aspiradora roja. Él intenta mejorar la calidad del aire en nuestra casa, para cuidar los pulmones y los ojos, para cuidar mis libros, lo que, de alguna manera, es cuidar mi mente. Tendré que explicar todo esto a mi sobrina la próxima vez que venga.
Es un balance muy delicado compartir una casa con alguien que no puedes percibir. Es demasiado fácil errar, dañar. Ellos son tan pequeños que ni los vemos. Y nosotros somos tan grandes que ellos ni nos ven. Y si pudieran, ¿qué verían? Dos gigantes, los únicos de su especie. Andando torpes y pesados por su mundo de torres. Paseando a veces una bestia tremenda con piel de plástico rojo y un sonido horroroso, que traga todo lo que esté en su camino, sin darse cuenta.
Susannah Greenblatt. Nació en New Jersey. Se graduó del MFA in Creative Writing at NYU en inglés, donde era una Goldwater Fellow, con una concentración en ficción. En 2021 hizo investigaciones para su novela en Madrid en una beca Fulbright. Tiene publicaciones y traducciones en Words Without Borders, Epiphany, the Columbia Review, and the Washington Square Review.