Por: Sebastián Martínez Vanegas
Después de Clarice Lispector
Me siento y escurro mi barbilla hasta donde la mesa me lo permite, hasta donde mi piel, aún no tan flácida, cae. Y miro. Desatentamente miro hacia un horizonte, sin haber siquiera horizonte. Un gran objeto me taja la vista: una blanca capa que adorna la fealdad del cemento frío y detenido que me encierra. Estoy en mi apartamento, sí. De mi mano encorvada deposito en la mesa al huevo, frío como la pared, y rueda. El huevo desnuda la cocina. Hace de la mesa un plano inclinado [1] . Y dados bien, porque rueda. Expone a mi cabeza como una cosa que no es capaz de rodar. En efecto, me expone: mi cuerpo es una gran blandura que no revela cosas. Mamás bien, el huevo expone mi incapacidad para moverme. Soy una cosa quieta. El huevo puede ser superior en su sosa simplicidad. ¿Cuál es la característica del huevo que permite revelar la existencia de una inclinación en esta mesa que parece tan recta?: Su simple cáscara. Una cáscara ovalada, lisa, sin corrugaciones. Quiero pensarlo bien. El huevo es una exteriorización [1] , dados. Una exteriorización…, ¿pero de qué?
Solo vine a hacer este experimento por una razón: es porque leí ese cuento, hablo de «El huevo y la gallina», para que sepas; pero lo leí mal. Qué tristeza. Debería sucederme lo mismo con el huevo que con el texto. Concibo estas letras tan ovaladas, y, a pesar de sentirlas tan satíricamente filosóficas, las leo tan simples. Pero leer implica que debo barrer las letras con la mirada. Y toda observación modifica el objeto observado [2] . Creo que estoy rompiendo la cáscara del texto: las líneas resaltadas y los trazos del lápiz sobre la página son inicios de grietas; si pudiera posar la mirada en una horizontalidad tan fina, vería esos surcos de profundidad que he cavado en la página.Mis lecturas son rupturas en los textos. Grietas y más grietas y sigo entrando. Tienes razón al decir que tener un cascarón es darse cuenta [1] , es el precio de tener una fisicidad tan frágil y vulnerable. Darse al mundo, ser una materia para abrirse: la envoltura de la mandarina grita que la abran. El cascarón es la tentación de querer romper un afuera para ver un adentro. La cáscara tienta a indagar. Y por eso rayo. Clavo el endeble grafito en el papel y martillo.
Retomo mi pregunta: el huevo es una exteriorización, ¿pero de qué? A diferencia de ti, que miras el huevo en la cocina con atención superficial para no romperlo y que tomas el mayor cuidado para no entenderlo [1] , yo tengo una mirada de cirujano: yo rompo y cerceno. Introduzco mi pupila en la luz y atravieso lentamente el espacio lumínico hasta llegar al huevo que rueda: y lo retengo con mis dedos: estás en una operación, huevo simple. Retenido como una rana que voy a disecar.
Pero mi mirada se resbala. Cada partícula de luz se desliza por la suave curva de la cáscara. Probaré otro método: que mis ojos, recostándose en el aire, y el aire, recostándose en la cáscara del huevo, sean un medio de auscultación visual. ¿Adentro? No escucho ni veo nada: oscuridad pura y blanda. Podría decir que adentro del huevo lo que hay es un vacío que pesa viscosamente. Pura quietud. He llegado a una conclusión —conclusión inevitable por haberte leído, Lispector, y por haber conocido huevos por veintidós años—: un huevo es una cosa suspendida [1] . Pero el huevo está suspendido no solo porque no se ha quebrado o no se ha descompuesto, sino también porque no se ha formado.Tú encuentras al huevo como eso, una suspensión en sí, un proyectil detenido [1] . Por el contrario, yo lo veo como un contenedor de suspensión: como un umbral biológico. Encerrado en el umbral-cascarón, allí encuentro el tiempo detenido, o, mejor el tiempo en cero. Dicen Deleuze y Guattari que el huevo es la materia intensa y no formada, no estratificada, la matriz intensiva, la intensidad = 0 , que el huevo lleno es lo anterior a la extensión del organismo y la organización de los órganos [3], como si este pequeño huevo retenido entre los dedos, aparentemente estático, aún se revolviera por dentro, y las partículas del líquido viscoso que están cerca de mi índice se desplazaran lentamente de un eje a otro, y justamente esas partículas que podrían tener la posibilidad de ser el ala de un pollito, cambiasen, migrasen hacia el eje de mi pulgar, pero ya, por haber cambiado de lugar, todo su interno umbral había hecho cambiar la intensidad del ala-viscosa a ser ahora un corazón-viscoso, o un ala que late: los órganos sólo aparecen aquí como intensidades puras. El órgano cambia al franquear un umbral, al cambiar de gradiente [3].
Siempre he tenido incertidumbre en el justo momento en el que rompo un huevo: compruebo que de él no haya caído el feto de un pollito en el sartén. Entonces, ¿cómo puedo saber si en este huevo que tengo entre mis dedos hay, adentro, una yema y su clara, o si a estas dos materias las acompaña un embrión?: Quebrándolo o indagando desde su interior.
Como ya dije, mi habilidad para mirar superficialmente no es muy buena, y no quiero romper el huevo todavía. Probaré con el otro método. Hay quienes han aprendido a dar vuelta a los ojos y crear una acción hacia adentro [2] . Quiero empezar a pensar, con la barbilla un poco más aplastada por tanta lógica inútil, a partir del huevo y del texto-huevo. Ambas redondeces me siguen exponiendo. Había escrito un símil antes: «Un huevo, frío como una pared» y ahora quiero pensarlo al revés: la pared, fría como el huevo, va a ser mi envoltura.
Empecemos con el adentramiento: hago que nazcan ojos en la cáscara de concreto y que giren inconcebiblemente sus ojos hacia el interior de su cráneo cuadrado. Los ojos ven un humano adentro. Por supuesto que esta cáscara de concreto tiene un grado de resistencia mayor; el huevo, uno menor, por su nivel y por el grosor de su cáscara. Regla de tres: lo que para un huevo es la mano de un humano, para el apartamento es la tierra temblando: mera amenaza de ruptura. Pero prosigo. Adentro de esta cáscara-apartamento hay un humano que sostiene un huevo. Mi proceso, acá adentro, es simple: estoy también en suspensión. Doblado por el abdomen, como un feto, escurrido sobre la mesa, solo estoy flotando en la gravedad de este mundo.Mi diferencia con el contenido del interior del huevo es que esta cáscara de concreto me permite una salida y una inserción iterables. Puedo ser parido abriendo la grieta de la puerta; y volver al proceso de (a) gestación una vez entre. Si. Mi cama es como el vientre en el que reposo en ese estado de sueño.
En cualquier caso, quiero empezar a comparar las materias del cascarón y del contenido: el exterior de este huevo-apartamento es de cemento, material duro, material agreste; la materia interior parece ser una cosa blanda: piel y carne, lo suficientemente sólidas como para mantener una figura que llamaremos humano.
El objeto de la segunda inserción me parece más interesante: yo, contenedor de puras entrañas. Por supuesto que mi envoltura es diferente de la cáscara-apartamento y de la cáscara-huevo: mi capa no es instantánea. ¿Qué quiero decir?: Un clavo en la pared, al hundirse, lo quiebra instantáneamente, hace grietas. De un momento a otro la pared se fractura al igual que el huevo. La dureza es una fragilidad. Mi envoltura es más bien transitiva: puede hundirse poco a poco como un trampolín, pasando por varias etapas de elasticidad.
Quien se hunde en un huevo, quien ve más que la superficie del huevo, está deseando otra cosa: tiene hambre [1] . Yo-huevo, mirándome hacia adentro, me pregunto: quién quisiera abrir mi piel, sino solo dos personajes: el médico y el lujurioso. Adentro de mí hay músculos, entrañas y hueso. El hambre del lujurioso es, por supuesto, el placer del músculo y la profundidad de la piel; el hambre del médico, jugar con los órganos, hacer tejidos con ellos, manipular la anatomía. El hambre es un estado que pide, un instintivo estado de necesidad, un grito del estómago. El lujurioso tiene un estómago-pene o un estómago-lengua; el médico, un estómago-bisturí o un estómago-ojo.
Pero, ¿y si yo mismo soy el que se hunde en mí? Al fin y al cabo, voltear los ojos es un acto en el que las pupilas van hacia la profundidad de su propio cuerpo. ¿Qué hambre tengo yo, qué estómago? Creo que el huevo despertó en mí el hambre de la indagación. Así que, Lispector, con tu mirada epidérmica hiciste de mis ojos unos estómagos invasivos que quieren digerir interioridades.
Mi digestión en este momento es la de mi propio cuerpo: quiero pensar en mi cascarón de nuevo, blando trampolín que envuelve puras fibras de carne: suavidad envolviendo más suavidad. Pero el hueso es lo que me extraña. La carne protegida al hueso duro, y no al revés. Siento que soy una gallina con huevos infértiles en mi interior: las plumas eran exclusivamente para suavizar la travesía al cargar el huevo, porque el sufrimiento intenso podría perjudicar al huevo [1] . Mi piel es pura pluma que acuna el fémur, el radio, el diente. Pero, más aún: sí hay un hueso con forma ovalada: el cráneo. Cerebro como yema; flema y sangre como clara. ¿No nace en el cráneo ningún embrión?Quiero decir, es justamente en esa estructura de calcio donde están las aperturas de ingreso: ojos, oídos, nariz y boca. ¿Nada se queda allí para germinar? ¿Restos de comida, aire para el cerebro, imágenes visuales, sonidos? Todo eso es pura germinación en ese huevo que tengo como cabeza. Así como la gallina es un medio de transporte para el huevo [1] , el humano es un medio de transporte para el cráneo; el cráneo, a su vez, una cápsula de embriones carentes de vida —llamemos a los embriones «ideas» o, mejor, «sentires».
Seguiré con la siguiente introducción, el siguiente contenedor es el huevo que todavía sostengo entre mis dedos. Hacer nacer ojos en la cáscara sería igualmente reventarla: Miro el huevo en la cocina con atención superficial para no romperlo. Tomo el mayor cuidado para no entenderlo. Siendo imposible entenderlo, sé que si lo entiendo es porque estoy equivocándome [1] . Asume el entendimiento como un instrumento que rompe, que revienta. Sin embargo, ni mi mirada atenta ni mi mirada fija logran reventar el huevo. Ya sé: había dicho que tenía mirada de cirujano, pero esa es una mirada imaginativa, supongo. Materialmente me queda imposible reventar la cáscara solo mirándola.Mis ojos no son tan fuertes y además tengo miopía en el derecho. Empiezan a ser ancianos sin fuerza. El entendimiento, pues, no logra ingresar a todos los espacios, aunque lo intente. Hay que recurrir, tengo que recurrir, al primitivo impulso del tacto: a romper el huevo, porque, de lo contrario, el interior seguiría being un misterio para mí. Solo la divagación es mi modo de entender el mundo y de entender el huevo, ¿será que hay yema y clara, o será que también hay un embrión ahí? Pero entendre, entendre clínica y cuadradamente el mundo, no lo sé. Lo intento, pero mira, miren: ese huevo sigue intacto.
Recobro mi solidez y dejo de escurrirme. Con la espalda cansada hago que todo mi cuerpo se irga. Me dirijo a la cocina, cargando al huevo como una cuidadosa gallina, y prosigo con tu indicación para comprender el objeto ininteligible: Sólo entiendo al huevo roto: lo rompo en la sartén [1] . Es interesante que aclares que entiendes al huevo que no esconde, que se ha descubierto, que se ha roto para sacar su contenido. Por supuesto, somos insuficientes para entender un contenido que no se ha visto: más importante aún, que no se deglutido. Revientas el alimento en el sartén, en ese instrumento que sirve para la cocción, por una razón, porque lo harás adaptarse al gusto de tu boca.Un huevo crudo fácilmente da asco, fácilmente da arcadas. No, la lógica de cocinarlo es que el huevo quede en el estómago: que sea absorbido, apropiado. Entendemos al huevo cocinado porque está destinado a ser incorporado.
Recuerdo a aquella niña que se comió a su mascota, una gallina, porque sabía que de aquel modo se incorporaría a ella y sería más suya que en vida [4] . La incorporación del huevo que viene a ser parte de nuestro cuerpo no es cosa gratuita. El huevo se viene a fundir en nuestra carne. Nuestro estómago no es solo un caldero que hace alquimia: el huevo no es el único cocinado y transformado: nuestra carne y nuestro hueso al fundirse con los alimentos, justamente, se transforman, se cocinan en una cruda cocina biológica. Me explico a través de otro (s): si yo comiera carne de este mamífero de excepción y entre su gelatinosa densidad viniera inesperadamente Jonás ,automáticamente yo dejaría de ser Dámaso, para ser Dámaso-Ballena-Jonás [2] . Yo, entonces, ejecuto: rompo el huevo (y veo ansiosamente cómo no sale de la cáscara ningún embrión), enciendo el fogón, el calor hace de la clara transparentosa y viscosa una solidez blanca. Sin sal, porque no me hace falta, lo mastico. Calientes salen los vapores de mi boca mecánica que muerde. Y trago. Trago después de haber triturado toda la materia para que minúsculamente logren colarse las partículas de huevo por todos los vertederos de mi cuerpo. Soy una mezcla de humano y de huevo. Aquí viene un corte abrupto (y por eso la advertencia), así que cuidado. Viene la difícil e inevitable mutación: hago rizoma:las transferencias de material genético por virus u otros procedimientos , como la digestión, las fusiones de células provenientes de especies diferentes, tienen resultados análogos a los de los “amores abominables” [3] : Sebastián-huevo, Sebastián-gallina-gallo-huevo ; pero la lectura, otro modo de contagio, me volvería incluso más monstruoso. En esta tediosa tarde del huevo, he sido (¿o estoy siendo?) Sebastián-Lispector-Ogaz-Deleuze-Guattari-Gallina-Gallo-Huevo.
Sebastián y el huevo hace tiempo se han venido incorporando. Por eso mis auscultaciones y por eso mis imaginaciones y mis adentramientos. Quiero decir: solo fui capaz de escribir este texto porque ya había comido huevo y porque ya había leído a todos mis injertos. No hay más fin que el desarrollo de este razonamiento: este texto es un huevo. Uno roto. Ves las cáscaras en tu memoria, desechos que se descomponen allí, contigo, ¿has tocado alguna vez la cáscara que está blanda por tan podrida? Es fascinante su fragilidad muerta.
Lector-Sebastián-Huevo, ya comiste, puedes cerrar la boca.
Referencias
- Lispector, Clarice. El huevo y la gallina. En: Cuentos reunidos. Tr. Juan García Gayo. Lectulandia. 2015: 122-28. ePub.
- Ogaz, Dámaso et al. Jonás, la ballena y lo majamámico. En: El Techo de la Ballena: 1961 Antología 1969. Ed. y Comp. Israel Ortega. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2008. Impreso.
- Deleuze, Gilles y Félix Guattari. Mil mesetas: Capitalismo y esquizofrenia. Tr. José Vázquez Pérez. Valencia: Editorial PRE-TEXTOS, 2015. Impreso.
- Lispector, Clarice. Una historia de tan grande amor. En: Cuentos reunidos. Tr. Marcelo Cohen. Lectulandia. 2015: 181-82. ePub.